El 10 de marzo de 2011, una caterva podemita indignada (ahora socia en el Gobierno) irrumpió en la capilla de Somosaguas de la Universidad Complutense de Madrid, coreando eslóganes como “vamos a quemar la Conferencia Episcopal”, “menos rosarios y más bolas chinas” o “arderéis como en el 36”. Entre los participantes de semejante agresión física y de incitación execrable a la violencia, fundada en la estúpida coartada de la libertad de expresión, se encontraba Rita Maestre, concejal del Ayuntamiento de Madrid, leyendo un manifiesto en el que con saña se proferían dicterios ofensivos contra la Iglesia. ¿Qué podría ser más correcto en la reivindicación de un falso derecho sino hacer uso de la sacralizada libertad de expresión vulnerando un lugar sagrado, como otrora hiciera Rita Maestre en la capilla de la Complutense de Madrid?
Sin embargo, este siniestro suceso le parecía al cardenal matemático Carlos Osoro (o matemático cardenal, tanto monta), un acto de ignorancia, porque quien así actuaba no sabía lo que hacía, “no sabe quién está en el Sagrario”. Para el cardenal Osoro, Maestre causaba ofensas a los sentimientos religiosos, mostrando con alborozo sus tetas, sin advertir el “tráfico” entre Dios y el hombre que allí ocurría; profanaba exultante un lugar de culto desconociendo la verdad de sus actos; blasfemaba con impiedad con la inocencia de un niño que juega a plena luz del día, ajeno a más normas que la sorda espontaneidad. Si supiera Maestre quién se encuentra en la Eucaristía, sin duda habría comprendido cómo es capaz, a pesar de su odio, de alojarse la misericordia más infinita en el enfermo corazón del hombre, en la ridícula miseria y absurda desvergüenza con que imposibilitamos el pleno desenvolvimiento religioso. El vicio más grave de la Iglesia es la venalidad de gran parte de su jerarquía, una dolencia ajena a la santidad por cuanto no sirve a Cristo sino a los fines de quienes sólo buscan silenciarlo.
El derecho al aborto
La sentencia absolutoria de dos activistas de Femen, encadenadas con el torso desnudo en la Cruz del altar de la catedral de La Almudena en junio de 2014, se interpretaba como un incidente de dos nenas díscolas, cuyos actos sólo pueden resultar ofensivos para atrabiliarios miembros de una Iglesia acomplejada y timorata. Decía entonces el magistrado Pablo Mendoza Cuevas que no había delito, puesto que las activistas sólo querían defender la idea del derecho al aborto, sin ánimo de ofender a los católicos. El juez minusvaloraba los medios elegidos. Decir que los medios elegidos no son importantes es desfigurar la acción humana: no es posible querer el fin (el «derecho» al aborto) sin querer intencionalmente los medios para alcanzarlo (la injuria, al utilizar el altar y la Cruz en La Almudena). Los actos hay que individualizarlos en términos de intención. Decir que sólo pretendían dar publicidad a su posición ante el aborto es no comprender que en el acto voluntario de la elección está presente intencionalmente la intención del fin.
Una fe acomodaticia
Si resulta escandaloso el videoclip protagonizado en la catedral de Toledo, con el baile de una bachata entre el rapero C. Tangana (El Madrileño) y la artista internacional Nathy Peluso con el fin de promocionar la canción “Ateo”, provoca un mayor estupor que la Iglesia haya permitido esa grabación, dejando de ser no sólo el punctum dolens frente a la mundanidad, sino su mismo espejo, el escenario perfecto donde se practican con la mayor impiedad todos los vicios, abusos y miserias del mundo. Si la Iglesia no sale a dar explicaciones de lo ocurrido en la catedral de Toledo, si no hay una respuesta inmediata sobre semejante profanación, pensaremos con justicia que la deriva de la Iglesia tiene su causa solamente en la propia Iglesia, convertida en una asociación particular que ofrece una fe acomodaticia y servil al siglo, en una mera congregatio fidelium, una reunión de fieles alimentando arrinconados y escondidos su propia fe.