En los últimos años venimos asistiendo a una creciente presencia del Estado en aspectos cada vez más personales del ciudadano. Con la excusa de proteger a menores, mujeres, colectivos diferentes vinculados a factores sociales, étnicos o religiosos, o, simplemente, sumarse a la defensa del interés de moda, una red normativa se extiende sobre todo cuanto hacemos o pensamos, con el objetivo declarado de regular y facilitar la convivencia y la finalidad, previsible, de transitar hacia un pensamiento único. Esa actividad regulatoria, compartida por las distintas Administraciones, no se limita a prever y disciplinar actuaciones, sino que para su observancia se dispone un amplio catálogo de sanciones.
No se trata de recordar lo sucedido hace años con un pastor de ovejas para el que se pedía una pena de dos años de prisión por coger una flor que alguien había incorporado al listado de especies protegidas y que confundió con manzanilla, pero sí destacar cómo, de una manera lenta pero imparable, se amplían las áreas de responsabilidad del ciudadano.
Si sacar el codo por la ventanilla del coche mientras se conduce, poner en un vehículo estacionado en la calle un cartel de Se Vende, o caminar por la calle sin camiseta, pueden constituir comportamientos sancionables, algunas actuaciones como la realización de actividades molestas en el domicilio con perjuicio para los vecinos pueden conllevar la privación del uso la vivienda, y otras conductas como la conducción sin carnet, el maltrato a animales -incluso por simple falta de cuidados-, no vigilar la asistencia de los hijos al centro escolar u oponerse a la vacunación de los hijos o imponerles una alimentación vegana con afectación de su salud, susceptibles de adquirir relevancia penal.
La sociedad asume de grado o por fuerza esta situación en la idea de que todos, ciudadanos y poderes públicos, somos responsables de nuestras acciones y omisiones, ya sean intencionadas o imprudentes. El problema surge a la hora de depurar las consecuencias perjudiciales que puedan derivarse de esas actuaciones en función del sujeto responsable.
En efecto, la responsabilidad es predicable no solo de los ciudadanos individualmente considerados, sino de las Administraciones central, autonómica y local, y toda clase de entidades y organismos públicos y privados, así como, conviene recordarlo, de quienes ocupan los órganos de gobierno de tales entes y adoptan –o dejan de adoptar- las decisiones cuya aplicación –o ausencia- provoca directa o directamente la causación de daños y perjuicios al interés general o particular.
Del mismo modo que el ciudadano es responsable de sus actos y debe asumir las consecuencias de todo orden que pudieran dimanar, porque el legislador así lo ha decidido, también todo aquel que, al frente de una entidad y con capacidad para tomar acuerdos, lo haga indebidamente o, simplemente, no haga nada, y provoque resultados nocivos, incurre en responsabilidad.
Situación peligrosa
Piénsese en la autoridad que, con informes negativos o elaborados ad hoc, decide construir o autorizar, con implicación de gasto público, una autopista o un aeropuerto que se constatan superfluos desde antes de su conclusión; o del alcalde y la junta de gobierno de un ayuntamiento que, consciente de la existencia de diversas denuncias sobre el estado ruinoso de un edificio o de la inseguridad generada por la ocupación de un inmueble por ámbitos delincuenciales, o del responsable policial o político que sabedor de una determinada situación potencialmente peligrosa para las personas, consienten que la situación se perpetúe en el tiempo y se traduzca en daños y perjuicios; o de quien, por falta de una correcta política migratoria, autoriza o permite la libre circulación de quien, procedente de un lugar de riesgo sanitario, no ha sido sometido a los controles necesarios y da lugar a una crisis epidemiológica.
¿Y qué decir del que, por convencimiento, miedo a las reacciones o rédito electoral, acuerda medidas de gasto u opta por no afrontar problemas sistémicos como es la creciente dificultad para hacer frente al pago de las pensiones, abocando a una situación de quiebra del sistema?
¿O del que asume impertérrito que los niños acudan durante lustros a clases impartidas en contenedores de hierro en lugar de abordar la construcción de centros dignos para los escolares, manteniendo, eso sí, el vehículo oficial con chófer y su despacho debidamente climatizado?
¿Cómo explicar a las 120.000 personas que perdieron su trabajo el 31 de agosto el acuerdo alcanzado en el Parlamento el pasado 31 de julio, justo antes de empezar las vacaciones, para constituir Comisiones y designar presidentes, secretarios y portavoces, de cara a que nuestros queridos padres y madres de la patria cobrasen generosos complementos por una función que no iban a realizar, en el mejor de los casos, al menos hasta el mes de octubre.
Dejadez e inoperancia
En otras palabras, es inadmisible que el ciudadano responda, con la pérdida de derechos o la imposición de sanciones, al incumplimiento de un entramado de obligaciones cada vez más exigente, mientras el responsable político aparezca exento de responsabilidad por los daños causados por su dejadez o inoperancia, y ello a pesar de su eventual repercusión para el interés público.
Véase a título de ejemplo el impacto económico, cifrado en miles de millones de euros, del Plan “E”, de las radiales de Madrid o del almacén de gas “Castor”, por no hablar del rescate de ciertas entidades. Hasta ahora, los efectos negativos que pudieran derivarse de estas conductas solían quedar en el marco de la responsabilidad política, al albur de la valoración que en cada caso pudiera hacer la ciudadanía, mas la tradicional renuencia a conjugar el verbo dimitir, unida a la escasa memoria ciudadana, superada por el flujo continuo de noticias buscadas o aprovechadas para disimular aquellas faltas, debe hacernos reflexionar.
Ciertamente, una de las causas de la denominada “politización de la Justicia” -idea que, aunque carece de fundamento alguno, ha calado en el sentir general- es la “judicialización de la política”, es decir, la derivación a los Tribunales de cuestiones que son esencialmente políticas y para las que se espera una decisión política, que el Tribunal no puede ofrecer.
Si cerramos los ojos o miramos a otra parte, no nos quejemos cuando nuestra joven democracia se esfume a manos de caudillos populistas
Pero una cosa es que la Justicia no pueda ni deba entrar en cuestiones de oportunidad política y otra muy distinta es que han de articularse mecanismos que permitan prevenir aquellas actuaciones y, en su caso, garantizar que la responsabilidad no queda circunscrita a las acciones dolosas y groseramente subsumibles en las figuras delictivas clásicas, esto es, la malversación, la prevaricación o el cohecho, sino que alcanza también a las conductas de dejación o incompetencia.
Si la recuperación de figuras como el preceptivo informe favorable del órgano fiscalizador o la creación de organismos autónomos cuya autorización sea requisito del gasto, son esenciales a efectos de prevención, la implantación de un régimen de responsabilidad político-administrativa, a través del cual funcionarios independientes puedan auditar los efectos de las decisiones o, en su caso, de la pasividad o incompetencia, de los responsables políticos, y extraer conclusiones como la inhabilitación temporal o definitiva para el ejercicio del cargo, o la condena a reparar el daño causado al erario público o a particulares, se revela como un mecanismo imprescindible para asegurar la credibilidad del sistema y la confianza en la democracia.
La incuria y la incompetencia de los responsables políticos que fracasan en el desempeño de su labor no pueden salir gratis, como no ocurre para ningún ciudadano en su vida diaria. Si cerramos los ojos o miramos a otra parte, no nos quejemos cuando nuestra joven democracia se esfume a manos de caudillos populistas. Ejemplos tenemos, dentro y fuera.