Han transcurrido seis horas de reunión, pero aún quedan preguntas. De las respuestas ni hablo. Doy por hecho que no las hay. A las diez y cuarenta y cinco de la noche, tras acabar la reunión del Ministerio de Cultura con los miembros del sector, me senté en el sofá y pensé en qué estaría haciendo Lola Larumbe, con su Alberti cerrada a cal y canto en esa esa esquina que forman Tutor y Benito Gutiérrez. En qué andarían los libreros de la Ramon Llull o Los tipos infames, que no cogen vacaciones desde hace una década.
En el sector editorial los libreros son la pieza que pone en marcha el motor de la lectura. Poco hacen editor y autor si nadie cree en el libro que acaban de alumbrar. Son ellos, los libreros, los que empujan una novela o un ensayo. Lo piden, lo leen, lo olisquean. Invierten espacio mental y físico en hacerlo visible. Insuflan una vida lenta y duradera a los libros en los que creen. Los he visto, a pie de obra, haciendo tanto con tan poco.
Sin Sant Jordi ni Feria del Libro el futuro pinta negro, pero con las puertas cerradas todo empeora. En Italia, por ejemplo, pueden abrir dos días a la semana. Fueron los propios libreros italianos quienes reclamaron que las librerías abriesen como los supermercados, por considerar los libros bienes de primera necesidad. En Bélgica, la primera ministra, Sophie Wilmès, incluyó las librerías entre las pocas tiendas esenciales, autorizadas a seguir con su actividad.
Si fuéramos buquinistas, quizá no sería necesaria esta soflama. Sigo penando en la puerta que aún permanece cerrada en esa esquina que forman las calles Tutor y Benito Gutiérrez en un Madrid sin librerías
En España las cosas se complican bastante más. En los años que siguieron a la crisis económica de 2008, en España llegaron a cerrar dos librerías al día, tal y como certificó CEGAL es un informe publicado en 2015. Las que sobrevivieron a aquella sangría, lo hicieron luchando contra el ventarrón desatado por Amazon y el predominio de las grandes cadenas. Fueron tiempos oscuros de los que nadie se recuperó La realidad es que en España, a día de hoy, librerías facturan en promedio 90.000 euros.
Pienso en Canaima, en Canarias. En Prometeo, en Málaga. En Laie, en Barcelona. En Troa de Gerona. En +Bernat, de Barcelona. En las madrileñas Muga, Cervantes y Compañía o la hermosa Desperate Literatureen la calle Campomanes. También en la Antonio Machado, al del Círculo y la de Fernando VI, y Los Editores. Pienso en los libreros de viejo, esos supervivientes de la cuesta de Moyano, apestados si los comparamos con los buquinistas, y cómo no, en los partisanos del Rastro.
Vienen a mi mente todos y cada uno de los libreros, los de Urueña o los de Sevilla, los gallegos o los aragoneses. Visito en mi memoria las decenas de hombres y mujeres que leen para que otros lean mejor. Espero, acaso, que el ministro piense también en ellos, aunque sea un rato. Pero aún más que en un hombre con un cargo, evoco a todos y cada uno de los que han calmado su sed leyendo. Si fuéramos buquinistas, quizá no sería necesaria esta soflama. Sigo penando en la puerta que aún permanece cerrada en esa esquina que forman las calles Tutor y Benito Gutiérrez en un Madrid sin librerías.