La revolución de Pablo Casado se llama Economía. Más de uno pensará que tal afirmación es apenas una butade en un país partido en dos mitades que el 28 de abril tendrá que elegir entre Constitución o vacío (por no decir caos), entre un Gobierno de "las derechas" –con el regusto amargo dejado en tantas bocas por el lúgubre Rajoy- o el de un PSOE radicalizado y en manos de neocomunistas y separatistas, pero el riesgo que corremos aquí y ahora es olvidarnos de los retos que España tiene planteados en el terreno de la gestión de su economía, que es tanto como decir en la creación de riqueza y empleo. Lo advirtió el gran hispanista alemán Karl Vossler: "Hay algo que siempre ha descuidado la política española o no lo ha sabido entender nunca: la cuestión económica". Con un déficit que este año sobrepasará el 2,5% del PIB (28.000 millones), una deuda pública que creció en enero un 2,6% interanual (hasta los 1.175.856 millones), una Seguridad Social en quiebra, un PIB en clara desaceleración, y una tasa de paro que sigue siendo una vergüenza en términos de país desarrollado, nuestra economía pide a gritos una revolución liberal capaz de activar todas sus potencialidades, liberarla de ataduras y hacerla crecer. Crear riqueza para poder repartirla después. Y huir como alma que lleva el diablo de la contrarrevolución social-estatista de Pedro Sánchez y sus socios, basada en una orgía de gasto publico improductivo.
Al frente de un partido de reconocible perfil liberal, Casado parece decidido a dar carpetazo a las políticas económicas de un Rajoy que, con mayoría absoluta para haber hecho de su capa un sayo, prefirió a partir de enero de 2012 seguir gestionando el consenso socialdemócrata imperante no ya en España sino en toda Europa, en lugar de acometer las reformas estructurales que sigue reclamando un economía tan intervenida como la española. Cambiar de políticas y jubilar sin contemplaciones a quienes se plegaron a la socialdemócrata mediocridad del cobarde Mariano. Mandar a paseo a Nadales, Montoros, Yáñez y demás familia. Todos han salido por la puerta de atrás. Todos se han despedido a la francesa. Tanta paz lleves como descanso dejas.
Tras deshojar la margarita sobre la composición del equipo económico que debe acompañarle en la nueva singladura, el líder del PP ha desvelado esta semana el nombre y apellido de su economista jefe, el hombre capaz de afrontar el reto de esas generales en las que la derecha se juega su ser o no ser. Daniel Lacalle es un hombre feliz. Feliz y animado. Estamos ante un tipo ambicioso, sobradamente preparado, curtido ya en el arte de la refriega dialéctica, con esa presencia de ánimo que apenas consigue enmascarar una vanidad a flor de piel, con el entusiasmo del recién llegado y con un cierto componente de ingenuidad. Pero con una idea bastante clara de lo que hacer en esta encrucijada, centrada en un programa de reformas cuya medida estrella es sin duda esa “revolución fiscal” a la que él mismo ha aludido estos días, una vuelta de tuerca a la liberalización del mercado de trabajo que profundice la reforma llevada a cabo por el Gobierno Rajoy, un gran acuerdo de corresponsabilidad fiscal para intentar arreglar el entuerto de la financiación autonómica, y una liberalización efectiva del mercado de bienes y servicios para abaratar costes, como capítulos más notables.
Tras deshojar la margarita sobre la composición del equipo económico que debe acompañarle en la nueva singladura, el líder del PP ha desvelado esta semana el nombre y apellido de su economista jefe
Una “revolución fiscal” cuya profundidad, aún por detallar, podría contemplar, a tenor de algunas fuentes, una bajada del tipo máximo del IRPF por debajo del 40%, un Impuesto de Sociedades en el 20%, además de la supresión de Sucesiones, Donaciones, Patrimonio y Actos Jurídicos Documentados. Un recorte muy agresivo que plantea de inmediato la cuestión de su financiación o, si se quiere, de su sostenimiento. Lacalle mantiene aquí una confianza quizá excesiva en la capacidad de autofinanciación de las bajadas de impuestos, una realidad que, en todo caso, no suele dar la cara en el corto/medio plazo, razón que explica que este tipo de reformas agresivas deben acometerse nada más llegar al Gobierno.
¿Bajar impuestos sin tocar el gasto público?
En este punto salen a relucir no pocas divergencias por parte de gente que, estando de acuerdo con la necesidad de aligerar la carga fiscal que soportan personas físicas y jurídicas, tienen una limitada fe en los milagros de Laffer y su famosa curva, porque creen que toda bajada de impuestos debería ir acompañada por una paralela reducción del gasto público, so pena de mandar a paseo el déficit y descabalgar el resto de variables macro. De hecho, en el entorno del equipo de economistas que siguen rodeando a Casado (Román Escolano, Manuel Pizarro, Lorenzo Bernaldo de Quirós, gente muy cercana también al propio Lacalle) hablan de la obligación de acompañar esa bajada de impuestos con un “agresivo” programa de recorte del gasto público, una tijera capaz de ahorrar en el entorno de los 24.000 millones (dos puntos de PIB) en dos años, sin que ello provoque la ruptura de las columnas del templo y sin que el podemismo te apedree por la calle.
¿Dónde recortar? Esa es la cuestión, un asunto que en cualquier caso implica la voluntad política de salir de la zona de confort que supone dejar las cosas como están, aun a riesgo de aceptar que la política del avestruz tiene fecha fija de caducidad, y que ningún Gobierno responsable alejado del perroflautismo rampante puede hoy reconocer derechos reales a ningún Estado del bienestar que no se puedan financiar con impuestos, porque el tiempo de endeudarse en el exterior para pagar lo que no podemos sostener con nuestros recursos es sencillamente un crimen del que la sociedad actual debería responder ante las nuevas generaciones. La clave seguramente resida en saber qué parte del gasto público está realmente asociado con el bienestar social (sanidad, educación, desempleo, pensiones) y qué parte es simple gasto consuntivo perfectamente liquidable dada aquella voluntad política de fajarse con los colectivos afectados por los recortes: las televisiones autonómicas (empezando por RTVE), las empresas públicas ineficientes o improductivas, las duplicidades administrativas, etc.
La clave seguramente resida en saber qué parte del gasto público está realmente asociado con el bienestar social y qué parte es simple gasto consuntivo
Particularmente interesante suena en boca de Lacalle la propuesta tendente a mejorar la financiación autonómica, algo que él prefiere llamar “administración autonómica”, idea que apunta a un sistema similar al de los länder alemanes, con mayor competencia de las comunidades en sus ingresos –desde un mínimo asegurado por el Estado- y con responsabilidad absoluta en sus gastos. Estamos, con todo, ante sus primeros pasos en el proceloso mundo de la política. Ni siquiera sabemos a día de hoy si concurrirá en las listas del PP, aunque se da por descontado. Su nombramiento ha sido bien recibido entre la comunidad empresarial, aunque la parroquia está a la espera de esa confirmación que lleva aparejado el compromiso de permanecer cuatro años en el escaño si el PP no consigue formar Gobierno, lo que implica también la voluntad de fajarse en la tarea de sanear la economía sin divismos, de aprender el oficio, de saber comunicar, etc.
El país se desangra
La situación es muy preocupante. Al igual que con el lazi Torra, cuyos desplantes aguanta con el estoicismo del consentidor convencido de estar en manos del provocador, Sánchez guarda escrupuloso silencio sobre el deterioro de la situación económica. Mejor no llamar la atención de los votantes con noticias desagradables. Pero el Banco de España le acaba de advertir de los riesgos que enfrentamos. Le ha dicho que su Gobierno no está haciendo nada por controlar la desviación presupuestaria, con el resultado de que 2019 será otro año perdido en términos de consolidación fiscal, un descuadre en el que los llamados “viernes sociales” tendrán un peso notable. El país, en efecto, se desangra a consecuencia de decisiones electoralistas que van desde la subida del SMI hasta las ayudas a parados mayores de edad, pasando por todo tipo de “regalos”, caso de las 16 semanas de permiso “obligatorio” de paternidad, en forma de gasto público corriente que al final deviene en estructural. Lo dijo Thomas Sowell, un campeón de lo políticamente incorrecto, “La primera enseñanza de la economía es la escasez: nunca hay suficiente de algo para satisfacer plenamente a todos los que lo desean. La primera enseñanza de la política consiste en ignorar la primera enseñanza de la economía”. No cabe mejor retrato de Sánchez y la izquierda española.
Nadie habla de la necesidad de aligerar la carga fiscal que soportan las empresas, carga convertida en auténtico impuesto al empleo. Nadie, tampoco, se atreve a decirle al pueblo soberano que para seguir manteniendo nuestro Estado del bienestar necesitamos crecer con fuerza para crear riqueza y empleo y, en consecuencias, poder aumentar los ingresos fiscales. Nadie capaz de recordarle que para crecer hay que bajar impuestos, no subirlos. La ministra Calviño, dispuesta a hacer bueno a Pedro Solbes, dice que no hay motivos para preocuparse porque el PIB crece de manera “robusta”. Asistimos al 2008 de Zapatero revisitado. Lo dice también el lego Sánchez (ayer mismo): “La economía española seguirá creciendo a un ritmo mayor que la media de la eurozona. Un crecimiento fuerte y estable”. Los datos de PIB de 4T2018 (Contabilidad Nacional) demuestran que ese crecimiento responde a un fuerte aumento del gasto público que compensa la caída o estancamiento de otros factores. Gasto público y tipos de interés por los suelos son la botella de oxígeno de la que sigue respirando este Gobierno. Algo que no puede prolongarse indefinidamente.