Opinión

Lazos que son cadenas

Los lazos amarillos son cadenas que someten a los ciudadanos a la vergüenza creada por la deserción de aquellos que han renunciado al deber de garantizar sus derechos y libertades

  • El presidente del gobierno Pedro Sánchez y el president de la Generalitat Quim Torra.

La descarada utilización de edificios y recintos públicos como escaparates de propaganda partidista por parte del Gobierno separatista catalán ha sido escandalosa desde que se inició hace mucho tiempo, pero en período electoral se ha convertido en intolerable. El Tribunal Superior de Justicia ya había advertido de la ilegalidad de esta práctica con motivo de denuncias de casos concretos, aunque, como suele, la Generalitat ignoró sus sentencias y siguió impertérrita en su hábito de apropiación de los espacios y propiedades comunes para su exclusivo uso sectario y excluyente. La convocatoria de elecciones ha llevado a la Junta Electoral Central a intervenir prohibiendo la exhibición de carteles, lazos, fotografías y otros símbolos en lugares que por su naturaleza institucional deben respetar una escrupulosa neutralidad durante la campaña. El hecho de que el presidente títere haya intentado ignorar el mandato de este órgano judicial demuestra una vez más el carácter totalitario del proyecto secesionista.

En las mentes enfebrecidas de Torra, Puigdemont y sus secuaces, Cataluña es un bloque homogéneo de pensamiento, sentimientos, lengua, cultura y opinión, por lo que cualquier recurso material o humano de la Administración autonómica les pertenece y están legitimados para ponerlo al servicio de su destructiva causa, marginando a más de la mitad de sus conciudadanos. Su incapacidad para distinguir entre el ámbito del Estado, patrimonio compartido por la totalidad de los ciudadanos, y el de la acción de las distintas opciones políticas, revela la perversa confusión conceptual en la que viven. Es este error de base el que explica sus continuos e innumerables abusos, su desprecio de la legalidad, su corrupción galopante y su soterrada violencia. Su visión de la sociedad catalana no contempla su pluralismo interno como una riqueza a respetar, sino como una anomalía a eliminar, con lo que no existe tropelía que no puedan cometer ni deslealtad a la Constitución que no puedan justificar.

Para Torra y Puigdemont Cataluña es un bloque homogéneo de pensamiento, por lo que cualquier recurso de la Administración autonómica les pertenece

Tras décadas de implacable ingeniería social en las escuelas, en los medios de comunicación públicos y en los privados subvencionados y en las más variadas instancias de la sociedad civil, sometidas a coacción o a compra de voluntades, los catalanes se encuentran enajenados y prisioneros de una fantasía onírica que les impide percibir la realidad y analizarla de manera objetiva. El espectáculo de dos millones largos de personas caminando jubilosas hacia su ruina sólo se explica por el éxito de una prolongada maniobra de adoctrinamiento que, para mayor inri, ha sido generosamente financiada por el esfuerzo fiscal del resto de España. No se ha dado jamás en la historia del mundo otro ejemplo de una nación que haya suministrado alegremente a su peor enemigo interno los instrumentos para destruirla.

Al principio de su mandato al frente de la Generalitat recuperada, Josep Tarradellas recibió en audiencia al padre Xirinacs, a la sazón senador del Reino. Al verle entrar en su despacho calzado con unas xirucas y sin corbata, el anciano presidente llamó de inmediato a su secretaria y le dijo: “Acompañe al señor senador a la salida porque no sabíamos que hoy iba de excursión y como debe andar con mucha prisa no tiene tiempo para entrevistarse conmigo”. El mosén se encontró así en la calle en un santiamén tras haber recibido una severa lección sobre protocolo y sobre la consideración debida a la más alta autoridad de la Comunidad.

La visión que el independentismo tiene de la sociedad catalana no contempla su pluralismo interno como una riqueza a respetar, sino como una anomalía a eliminar

Cuando Quim Torra se presentó en La Moncloa luciendo en la solapa el lazo amarillo, lo que equivale a calificar a España de país dictatorial que mete en la cárcel a demócratas indefensos, Pedro Sánchez debería haberle detenido en la escalinata del palacio y sin dejarle entrar, espetarle: “Vaya, presidente, veo que ha confundido usted una audiencia con el presidente del Gobierno con un acto de su partido. Este despiste suyo me obliga a dejar nuestra conversación para mejor ocasión”, para seguidamente dar media vuelta y desaparecer por la puerta. Este gesto de dignidad y de coraje le hubiera ganado la admiración general, hubiera puesto en su sitio al fantoche que le visitaba y seguramente le hubiera garantizado un magnífico resultado en los siguientes comicios. Lejos de ello, se tragó la ofensa, humilló a todos sus compatriotas e hizo el ridículo más espantoso agasajando a un indeseable que se permitía insultarle ante los ojos del orbe entero.

Si nuestra multisecular Nación se halla en peligro de disolución no es tanto por el contumaz afán centrífugo de los separatistas, sino por la pusilanimidad y la falta de estatura moral y humana de nuestros primeros mandatarios. Los lazos amarillos que hasta ayer han adornado las fachadas de las sedes de las consejerías, hospitales y centros docentes en Cataluña son cadenas que aherrojan a sus ciudadanos, sometiéndolos a la vergüenza creada por la deserción de aquellos que en Madrid han renunciado al deber de garantizar sus derechos y libertades.

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