Sin duda ustedes saben perfectamente quién es Manuel Vilas. Un escritor excelente cargado de premios (lo uno no siempre coincide con lo otro pero en este caso sí) que tocó el cielo con su novela Ordesa y que ahora ha vuelto a dar en la diana con Los besos: una historia escrita a la manera polifónica de Johann Sebastian Bach, que sucede en un pueblo durante la pandemia y que transmite un mensaje contundente: sin los besos, sin los abrazos, no se puede vivir. Lo ha publicado Planeta.
Pero no quería hablarles de eso. Vilas contaba el otro día que ha hecho un viaje a Cerdeña, hace poco. Había allí, como todos los años, un encuentro o congreso de escritores. Estaba en la pequeña y hermosa ciudad costera de Alghero cuando corrió la noticia por las terrazas y los cafés: han detenido a Puigdemont. Allí mismo, en el pueblo. No tardó en aparecer por las callejas una diminuta manifestación de 'indepes' catalanes que protestaban por ello.
¿Qué hacía Puigdemont en Alghero? Pues yo no lo sé. Imagino que le gustarán el riesgo y la aventura porque sabe muy bien que sobre él pesa una orden internacional de detención, como sobre toda persona que infringe la ley y escapa del país para que no le pillen; orden que tiene efectos diferentes en las distintas naciones, según sean sus propias leyes. En Bélgica, por ejemplo, Puigdemont puede vivir sin demasiadas molestias en esa realidad paralela que ha creado para sí mismo, en ese sueño decimonónico de ser un monarca depuesto que aguarda la liberación de su patria oppressa, como escribió Verdi. Pero en Italia no puede, porque las leyes italianas son distintas de las belgas y Puigdemont sabía que le podían detener. Que fue lo que acabó sucediendo.
Quizá se dio cuenta de que aquella gente que pasaba por la calle dando voces estaba demasiado airada como para cruzar con él unas palabras amables
Cuenta Vilas que, cuando vio a los manifestantes catalanes, su primer impulso fue el mismo que hemos sentido todos cuando estamos fuera de España y nos encontramos con gente de nuestro país: ir a saludarlos con una sonrisa y decirles lo de siempre: Hombreee, ¿cómo vosotros por aquí? ¿De dónde sois? ¿En qué hotel estáis? ¿Ya habéis ido a la playa? ¿Habéis probado los spaghetti ai frutti di mare? Bueno, hombre, bueno. Pues venga, buen viaje y a pasarlo bien, ¿eh? Esa fraternidad espontánea que brota siempre entre compatriotas que se encuentran, por casualidad, en un viaje.
Pero Vilas reconoce que no se atrevió a levantarse de la mesa para saludar a los compatriotas. Repito: no se atrevió. Quizá es tímido (yo creo que no) y no quiso molestar. O quizá se dio cuenta de que aquella gente que pasaba por la calle dando voces estaba demasiado airada como para cruzar con él unas palabras amables, siempre muy parecidas sea el viaje a Portugal, a Cerdeña o a Australia, pero siempre cariñosas. Vilas tuvo la intuición de que esta vez no iba a ser así.
Cuando mi germanet Óscar suelta que él es “negacionista de España”, yo pienso: “Vale, ya le ha vuelto a dar; a ver lo que le dura esta vez”
Tengo un montón de hermanos y hermanas catalanes que son independentistas. Los quiero mucho a todos, muchísimo, ni se imaginan cuánto, y me hace muy feliz volver a verles. Pero amigos, lo que se dice amigos, ya no tengo tantos entre los 'indepes'. Ni conocidos, ni saludados. No sé por qué. Tiendo a sospechar que mi naturaleza se va resistiendo a entablar una amistad profunda con personas que piensan y, esto sobre todo, que sienten de una forma tan opuesta a la mía, y mucho más intensa que la mía; y eso en un asunto que a mí me parece una antigualla (las patrias, las banderas) pero que a ellos no. ¿Cuál es la diferencia entre mis hermanos y mis amigos? Que con los primeros rarísima vez hablo de estas cosas (hay otras mucho más importantes) y, si sale la conversación, yo me callo. Cuando mi germanet Óscar suelta que él es “negacionista de España”, yo pienso: “Vale, ya le ha vuelto a dar; a ver lo que le dura esta vez”. Y siempre le dura muy poco, porque yo no digo nada. Pero con los amigos eso es imposible, es una actitud inútil. Con los amigos, conocidos y saludados, antes o después hablas de política. Perdón, discutes de política. Maldita sea.
Lo que contaba Vilas me trajo inmediatamente a la memoria el regreso de mi último viaje a Italia, poco antes de la pandemia. Estábamos en Foggia. Mi vuelo salía antes que el de los demás; mis hermanos me hicieron el inmenso favor de acercarme hasta el aeropuerto de Bari, de allí volé hasta Roma y luego tomé otro avión hacia Madrid. Junto a mí, en este segundo vuelo, había una chica bastante joven que discutía con la azafata, no recuerdo ahora si por unas bebidas o por una almohada o por qué. Pero la discusión era difícil, porque mi vecina de asiento hablaba muy poco italiano (eso sí, con un acento catalán muy marcado) y la azafata, extrañamente, no entendía bien el español. Les eché una mano y el asunto se solucionó en un momento.
"Perdone, no entiendo su idioma"
Cuando la muchacha tuvo por fin su manta (sí, era eso, quería una manta), me volví hacia ella y traté de iniciar la clásica conversación del viajero sonriente que les contaba antes. Le dije: “¿De dónde eres? ¿De Barcelona?” Y ahí la muchacha, que ni me había dado las gracias por ayudar con lo de la manta, se me quedó mirando con esa cara que ponen algunas personas cuando se les acerca un negro a venderles collares, y me contestó, en catalán: “Perdone, señor, pero no entiendo su idioma”.
Entonces conté hasta veinticinco, luego me puse en pie, llamé a la azafata y le pedí que me cambiase de asiento (el avión iba medio vacío). Y le dije a la chica: “A més d'una estúpida, ets una completa mal educada”. Creo que no hace falta que lo traduzca. Luego me fui a la otra punta del avión. Ganas me dieron de arrancarle la manta de un tirón a aquella imbécil. No lo hice. Como Manuel Vilas, a veces yo también soy tímido. Menos mal.
Espantar esa sensación de aire espeso, de estar fuera de sitio, de que algo desagradable puede pasar; de sentirme, de pronto, algo que nunca fui allí: un extranjero
Cuánto deseo volver a hacer algo que ahora se me ha vuelto difícil: regresar a Barcelona, o a cualquier lugar de Cataluña, y sentirme bien, sentirme como me sentí allí durante años y años; sentirme, por decirlo de una vez, parte del común, uno más, como me siento cuando voy a Sevilla, a Murcia, a Venecia, a Lisboa, a Viena, a Roma o a París. Sentirme un peatón más, un ciudadano más que mira lo que le rodea con curiosidad y con simpatía, que es como miran todos en esas ciudades (y en muchísimas más) a quien va a visitarles. Espantar esa sensación (que quizá es solo mía; me extrañaría eso) de aire espeso, de estar fuera de sitio, de que algo desagradable puede pasar; de sentirme, de pronto, algo que nunca fui allí: un extranjero. Alguien a quienes muchos miran con desagrado porque pertenece a ese grupo de personas que no han nacido allí, que no hablan perfectamente su lengua, no cantan sus canciones ni siguen a sus banderas ni se emocionan con sus himnos ni creen en sus dioses. Así me sentí, lo recuerdo muy bien, en Yemen, donde casi me apedrean unos críos por encender un cigarrillo en la callen en pleno Ramadán. Pero nunca llegué a imaginar que la incómoda sensación de estar fuera y no dentro me pasaría en Barcelona.
Puede que sean solo figuraciones mías: una sensación estúpida, personal y sin fundamento alguno en la realidad. Pero también puede que no. Entre otras cosas, porque me sorprende mucho sentirme así cuando yo no quiero sentirme así y hago cuanto puedo para que eso no me pase. En cualquier caso, la actitud paleta y zafia de la chica de la manta en el avión no fue culpa mía. Pero ojo: tampoco suya. Quien tiene la culpa de que sucedan esas cosas es el señor Puigdemont y los muy variados coincidentes políticos, partidarios o congregantes (mejor fuese decir correligionarios, porque eso es muy parecido a una religión) del independentismo del señor Puigdemont. A quien le deseo una larga y feliz vida en libertad y prosperidad; eso sí, después de que pase ante la Justicia y responda de sus actos, como hacemos todos los ciudadanos en una democracia. Caramba.