El discurso de que el cine español es intrínsecamente malo y desdeñable fue alentado durante muchos años por la izquierda, tanto cultural como política, que lo veían lleno de caspa y de la vocecilla de Gracita Morales. Luego llegó Almodóvar, llegó Armendáriz, llegaron los Bardem, llegó Amenábar (son cuatro ejemplos entre cientos) y entonces fue la derecha, la cultural pero sobre todo la política, quienes empezaron a denostar a nuestro cine, porque era una cosa de revanchistas y de progres, pura propaganda. Eso permite concluir que ninguna de las tres cosas es cierta. Ni nuestro cine fue unánimemente casposo nunca, ni cosa de rojos, y desde luego no fue (ni es) siempre malo ni despreciable. Todo eso son simplificaciones. Y las simplificaciones suelen conducir a error. Para eso se usan.
He visto una película que me ha impresionado profundamente. Es Maixabel, dirigida magistralmente por Icíar Bollaín. Se acaba de llevar tres premios Goya (mejor actriz, mejor actor de reparto y mejor actriz revelación) que podrían haber sido unos cuantos más, empezando por el que merecía la insuperable música de Alberto Iglesias.
Ustedes sin duda saben ya que Maixabel es la historia de Maixabel Lasa, viuda de Juan Mari Jáuregui (asesinado por ETA en julio de 2000), una mujer que sigue espléndidamente viva y que estaba en Valencia, en la gala de los Goya. Esta mujer tranquila e indoblegable, militante socialista, fue la primera persona que accedió a entrevistarse con los “victimarios” de su marido: primero Luis María Carrasco y después Ibon Etxezarreta. Lo habían pedido ellos. Carrasco, increíblemente interpretado por Urko Olazabal, es un hombre destrozado por el remordimiento, parece un perro al que han pegado mucho, mira constantemente hacia abajo. A Etxezarreta lo encarna Luis Tosar. No puedo dejar de creer que las lágrimas del actor en la película son auténticas. Es un puro dolor. Blanca Portillo, que interpreta a la propia Maixabel, hace lo mismo que hizo ella en esos encuentros: mantiene la serenidad, la capacidad de explicar… y la empatía.
Algo de esto, con los personajes reales, habíamos visto ya en otra serie insuperable, ETA, el final del silencio, de Jon Sistiaga. Pero en la película de Bollaín la cosa cambia. Porque no se relata solo la tragedia y la valentía de Maixabel sino el proceso mental y vital de los asesinos. Cómo fue que primero era una cosa y acabaron siendo otra completamente distinta. Cómo es posible pasar de ser un fanático brutal que no piensa, que mata sin saber a quién ni por qué, que celebra los asesinatos, a llorar como un niño delante de la viuda. Cómo una bestia desalmada puede recuperar la condición de ser humano.
Esta es una ejemplar película contra el odio. Esa es la sensación que yo tuve mientras me secaba los ojos tras ver la escena final, que no les voy a contar porque no soy yo de los que destripan los argumentos de las películas (lo que los cursilitos de ahora llaman spoilers).
Cómo es posible pasar de ser un fanático brutal que no piensa, que mata sin saber a quién ni por qué, que celebra los asesinatos, a llorar como un niño delante de la viuda
La clave, es evidente, está en la capacidad de raciocinio que todos tenemos, que es más difícil de arrancar de lo que parece. Eso y la eficacia del Estado de derecho, cuya estrategia provocó implacables divisiones entre los presos de la mafia vasca. Esa gente que ha pertenecido a lo mismo, que ha crecido en el mismo cubil, y que de pronto se evitan, se desprecian, no se hablan en el patio de la prisión. Unos llaman “traidores” a los otros. Los otros les llaman gilipollas y fanáticos. Les califican de “secta”. Y de mediocres. Eso sí que me impresionó. El personaje que encarna Luis Tosar llevaba rumiando su remordimiento desde tiempo atrás, pero se le cae el alma a los pies cuando detienen a los jefes de ETA y comprueba, en la cárcel, qué pandilla de cenutrios, de tontos del culo, de ignorantes y de macarras les han estado dando órdenes durante años. Mediocres les llama, medianías. Y se avergüenza profundamente. No ya de ellos: de sí mismo, de haberles hecho caso durante tantísimo tiempo perdido.
Ibon decide pedir permisos penitenciarios (algo prohibido por la banda, que no quería militantes sino mártires) y se da cuenta de que nadie le mira por la calle, que le llaman traidor, vendido, judas, aquellos esgarramantas que, o no han pasado por la cárcel, o apenas la han rozado. Está solo con su madre, que trata de entenderle pero no puede. Y empieza, por fin, a pensar por sí mismo.
Al principio, cuando hablan entre varios, la cosa es difícil. Nosotros no tenemos que pedir perdón, dicen muchos. Que lo pida ETA, que es la que daba las órdenes. No, muchacho, perdona. Quien disparó fuiste tú. Quien asesinó fuiste tú. Y podías no haberlo hecho. Podías haberte negado. Lo de la “obediencia debida” para justificar un asesinato es la más alta cima de la cobardía.
Cuando Ibon (Luis Tosar) pide ver a Maixabel y esta accede, apenas sabe qué decirle. Lo que hice fue una monstruosidad, murmura, bajando los ojos. No sabes cuánto lo siento, vuelve a murmurar. Ya no se reconoce en aquel animal del comando, en el que echaban a suertes quién iba a disparar y al “agraciado” lo felicitaban, eso era bueno, había tenido suerte. Y lo peor de todo: no tenían ni idea de quién era la persona a la que iban a matar. La mafia les pasaba los datos, la hora, el lugar, y ellos se limitaban a disparar y a salir corriendo. Su conciencia empezó a removerse cuando se dieron cuenta de a quiénes asesinaban, de cómo se llamaban y qué familia tenían.
Que lo pida ETA, que es la que daba las órdenes. No, muchacho, perdona. Quien disparó fuiste tú. Quien asesinó fuiste tú. Y podías no haberlo hecho
¿Se puede vivir con odio toda la vida? Sí se puede. Todos conocemos, en las familias, odios que duran décadas enteras. Pero eso es horrible. Es una condena a cadena perpetua interior. Entre los sicarios que integraron la desaparecida ETA aún quedan especímenes así, que viven atrapados en el fango del odio, en el no pensar, en el fanatismo irracional; Txapote, el que mató a Miguel Ángel Blanco, es uno de ellos. Entre las víctimas también hay gente que jamás perdonará a los asesinos. Eso es terrible pero también comprensible, porque es una reacción puramente humana. No todo el mundo tiene el inmenso valor de Maixabel Lasa y de algunos más. Eso no se le puede pedir a nadie.
A mí, sin embargo, me aterran los que se pasan la vida alentando el odio de los demás. No hablo ya de las víctimas, aunque no son todas iguales ni mucho menos. Me refiero a quienes azuzan su dolor y su rencor, a quienes no permiten ni el olvido ni el perdón porque lo consideran una traición; a aquellos que siguen soplando día tras día las brasas del dolor para que ese fuego siga quemándonos a todos. No son ya los que no tienden la mano sino quienes no la dejan tender a los demás. Y eso suele ser por intereses estrictamente políticos. Hay gente que con Franco vivía mejor y contra ETA, aunque ya no exista, también. Esos son, a mi modo de ver, tan canallas como los de enfrente, con la sola diferencia de que no matan. Pero el odio es el mismo.
Les recomiendo vivísimamente que vean esta película, Maixabel, que es la narración de cómo se puede superar, vencer, eliminar no ya el odio, no ya el rencor, sino el miedo. El miedo a los demás y sobre todo el miedo a uno mismo, el miedo a enfrentarse con la realidad, con la evidencia, que es el peor de todos los miedos. Esta es una de las mejores y más útiles películas que he visto en muchos años. Para que luego algunos digan las gansadas que dicen del cine español…