Pertenezco a una generación, la del baby boom, que creyó con la fe del carbonero en un futuro plagado de cohetes interplanetarios, pistolas de rayos, ciudades en gigantescas cúpulas de cristal bajo el mar y federaciones de planetas. Evidentemente, el mal seguiría existiendo porque no hay epopeya sin adversario, pero sería predecible, mecánico, rutinario y, por tanto, derrotable. Flash Gordon acabaría por derrotar al cruel emperador Ming, en versión yanqui, igual que Diego Valor hundiría en la miseria al gran Mekong, a la sazón emperador de los Wiganes. La Legión de Superhéroes patrullaría el cosmos auxiliada por los intrépidos personajes de Gerry y Sylvia Anderson como el Capitán Marte o la familia Tracy con sus poderosas aeronaves los Thunderbirds.
Siempre habría un Supermán para enfrentarse a terribles enemigos surgidos de las profundidades del cosmos como aquella estrella marina sobrealimentada llamada Starro; siempre podríamos echar mano de Los Vengadores – no los de ahora, tan mediáticos y monos, sino los de la Editorial Vértice, en tomos de veinticinco pesetas – o de Los Cuatro Fantásticos para conjurar invasiones de los Kree, los Skrull o ambos. El futuro era un tebeo impreso en cuatricromía con percances perfectamente soportables y finales felices en los que el malvado huía con el láser entre las piernas mientras el héroe decía un chascarrillo antes de poner el continuará preceptivo en la última viñeta.
Pero ahora, llegados al futuro que imaginábamos a los ocho, nueve o diez años, vemos que aquellas historias fueron cualquier cosa menos proféticas. Pocos héroes hemos conocido, si es que ha existido alguno, y la ciencia se colgó un bolso apoyándose en una farola para venderse a primera multinacional que comprase sus servicios. Los cohetes se quedaron en simples misiles cargados de muerte con el único objetivo de intimidar a la humanidad, los mares han acogido toneladas y toneladas de basura en lugar de urbes futuristas y los villanos, ay los villanos, se han revelado mucho más inteligentes que sus homónimos de fantasía. Ojalá Kim Jong-Un fuese el malote oriental que nos vendieron durante décadas, desde Fu Man Chú a El Mandarín y ya nos gustaría que Vladimir Putin tuviera la grandeza del Doctor Muerte. En fin, que hubiera sido deseable convertir a todos los Maduros, Castros y Ortegas en los dictadores de guardarropía que combatía, y derrotaba siempre, el Hombre Enmascarado.
El guión de la realidad lo escribe un cabrón y los malos son siempre quienes acaban ganando en detrimento de los buenos, condenados irremisiblemente a perder"
Pero el guión de la realidad lo escribe un cabrón y los malos son siempre quienes acaban ganando en detrimento de los buenos, condenados irremisiblemente a perder. A lo mejor es porque el lector de tebeos posee una buena fe y una dosis de esperanza de la que carece el individuo común. Es difícil saberlo. Uno no puede imaginar que, por poner un caso, Hydra gobernase el País Vasco a sabiendas sus votantes de que son lo que son. O que España tuviese en el gobierno al Joker y al Cráneo Rojo a la vez. Sobre todo, teniendo en cuenta que al Capitán América y a Batman no se les espera.
A lo mejor todo esto no son más que las reflexiones de un crío que se negó a ser mayor cuando comprendió que para obtener ese título se le exigía dejar de lado la ilusión y la fantasía, y adaptarse a un mundo gris y feo en el que el director del Daily Planet le mete mano a Lois Lane y esta no lo acusa por miedo a perder su empleo, un mundo en el que la banca financia al Kingpin y en el que Batman se dedica a reprimir salvajemente a golpe de Batarang las huelgas en Industrias Wayne.
A mi me jode mucho, pero no me apetece nada esta sociedad en la que los coches no vuelan y, al no existir el teletransporte, has de ir en metro mientras que los mandamases circulan en lujosos vehículos que pagamos entre todos.
Sí. El crío que nunca he dejado de ser se siente estafado. ¿Dónde estáis, héroes, cuando más se os necesita?