Corría el tiempo en su contra. Demasiado. “Les quedan cuarenta horas de oxígeno”. Una cuenta atrás agónica, retransmitida al mundo en directo y destinada irremediablemente al desastre. Como si no hubiera habido otro final posible para esta historia. Como si ya se hubiera escrito allá en 1912 como una nota al pie junto al hundimiento del Titanic. Aquí no sonaron los violines, pero también los minutos se agotaron. Les faltó el aire a los protagonistas de una noticia que nos dejó a todos -de paso- sin respiración, en vilo durante toda esta semana. Portada de periódicos, apertura de informativos, crónica en boletines radiofónicos, conversación en corrillos y sobremesas. El planeta, de nuevo, paralizado por una operación de rescate in extremis, por una búsqueda tan imposible como la de una moneda de un euro en mitad de una playa atestada de bañistas.
Qué secretos del Titanic eligieron ese lugar, en lo más hondo, a más de tres mil seiscientos metros de profundidad, para encontrar la paz que no tuvieron en superficie
Escuchando en estos días de tormenta en el norte el sonido de los truenos y de las gotas de lluvia golpeando furiosas contra mis ventanas, me he preguntado a qué suena el fondo del océano. Qué se oye en uno de los lugares más despiadados y desconocidos del globo. Qué brilla donde todo es oscuridad. Donde no se cuelan si quiera los rayos del sol. Qué animales habitan ese punto inalcanzable. Qué hay. Quién gobierna. Cómo es la vida en una realidad que se nos escapa, que se me escapa. Qué secretos del trasatlántico británico más famoso eligieron ese lugar, en lo más hondo, a más de tres mil seiscientos metros de profundidad, para encontrar la paz que no tuvieron en superficie.
Imaginad doce Torre Eiffeles colocadas una detrás de otra, hacia abajo, rodeadas de agua y más agua. En un lugar así de recóndito, a unos seiscientos kilómetros de la costa de Canadá, se sumergieron el pasado domingo, movidos por la curiosidad y el arrojo que da el dinero cuando sobra, los cinco aspirantes a “exploradores cualificados”. Hay imágenes del momento en el que el sumergible bautizado como Titan, comienza su inmersión sin saber cómo iba a terminar. Una cápsula del tamaño de una pequeña furgoneta sin ningún cable de sujeción con alguna embarcación; atornillado desde el exterior, sin posibilidad de abrirlo desde el interior. Una jaula de titanio y fibra de carbono. Minúscula. Qué sensación de angustia. Más de doscientos mil euros por meterte allí, sin garantías, previa firma de un documento que te alerta de los riesgos, incluida la muerte, para ver o sacar tres fotos de los restos de un buque que naufragó hace mucho, mucho tiempo. Qué necesidad. Hasta dónde llega la avaricia, la obscenidad del pudiente, la inconsciencia, el capricho, sobre todo, cuando la propia compañía a la que pagas ya fue advertida hace unos años por expertos de que este experimento, sin los certificados oportunos, sin homologación alguna, a una profundidad fuera del alcance de cualquier rescate, podría originar problemas “desde menores a catastróficos”.
Lo cierto es que la maldición de Terranova se volvía a cumplir y esas aguas violentas suman ahora otras cinco nuevas víctimas a un largo historial de trágicos decesos
Podía pasar y pasó. Un fallo, una implosión instantánea. El casco de la nave no soportó las fuertes presiones de las profundidades. Era una de las hipótesis que ya barajaban los expertos. “Sé qué hay muchas preguntas sobre cómo, porqué y cuándo ocurrió eso”, decía en rueda de prensa el almirante de la Guardia Costera estadounidense que anunciaba el desenlace previsto. Tantas incógnitas, tantas. Dicen que la muerte fue inmediata, que los cinco aventureros ni siquiera alcanzaron a ver los restos del Titanic. Quizá fue mejor así. Que se fueran sin previo aviso y sin tiempo para sentir miedo en ese espacio claustrofóbico en lo más hondo del abismo. Sea como fuere, lo cierto es que la maldición de Terranova se volvía a cumplir y esas aguas violentas suman ahora otras cinco nuevas víctimas a un largo historial de trágicos decesos. Qué cosas tiene la vida, la historia. Ciento once años después, se hunde el Titan como ya lo hiciera el Titanic.
Dice la escritora Alia Trabucco en su libro Limpia que “la vida tiende a ser así: una gota, una gota, una gota, y luego nos preguntamos, perplejos, cómo es que estamos empapados”. Se mojaron demasiado estos viajeros en busca de algo que ni siquiera sabían qué era. Una emoción extrema, un peligro, una sensación límite. Es el riesgo que tiene siempre tenerlo todo y que todo nunca sea suficiente.