Este lunes, 23 de diciembre, ha muerto don Dalmacio Negro Pavón. En el mismo día de su 93º cumpleaños. El pasado día 19 impartió su ultima clase en el CEU y se despidió de sus alumnos hasta después del periodo vacacional, tras desearles una muy feliz Navidad, como corresponde a las fechas y a sus muy profundos sentimientos cristianos. Murió, pues, como había querido vivir: impartiendo clases hasta el final.
A los que no lo conozcan, no les voy a relatar la obra de este coloso del pensamiento político, cualquier enciclopedia en red puede servirles para ello. Ni su bonhomía liando cigarrillos -mientras se sostenía sobre una de las dos muletas que le acompañaban en los últimos años, ya muchos- para un gorrón como yo que disfrutaba más con la conversación que manteníamos y no podíamos interrumpir ni para tomar asiento, que con el tabaco y el gran honor que me hacía liándome el tabaco como si fuera casi un hijo que comienza a descubrir los pequeños vicios que le dan sabor a la vida. En esos pequeños apartados de pie, en equilibrio inestable, separados del resto del grupo para liar dos cigarros, me hizo grandes confesiones, que eran pequeños enunciados que luego desarrollaba en público en profundidad.
Negro dio nombre a una maldad mía: el dalmacio como unidad de densidad textual. La primera vez que me lo leyó, me dijo muerto de risa que yo había querido llamarle pesado mientras yo le juraba que no, como era en verdad, que mi intención era alabar su capacidad para transmitir tanto en tan poco. Hay párrafos largos de Dalmacio Negro que son casi tesis doctorales cortas. Pero lo más importante para mí, de sus innumerables capacidades humanas, era la clarividencia, algunos dirán que el don de la profecía, que no era sino el fruto del mucho estudio y la mucha reflexión sobre el pasado.
Era el devenir lógico de lo que se venía haciendo. En el caso de España, desde que los Borbones, intervencionistas ellos, interrumpieron la tradición española de gobierno limitado a la que tan buenas páginas dio la Escuela de Salamanca
De su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (8 de mayo de 1995), con discurso de contestación de Gonzalo Fernández de la Mora, publicó ese mismo año un texto, no precisamente corto y de valor incalculable: La tradición liberal y el Estado. Este texto ya nos anunció lo que algunos comienzan a ver ahora y muchos ignoran todavía: el Estado del Bienestar encubre un totalitarismo que esclaviza y depreda el producto de los esfuerzos de los individuos, primero; conduce necesariamente al caos y la corrupción, después, y, en último término, al agotamiento del Estado. Nada de lo que acontece en España, ni en Occidente, ahora mismo, ni desde hace años, sorprendía a Dalmacio. Él lo había visto antes. Era el devenir lógico de lo que se venía haciendo. En el caso de España, desde que los Borbones, intervencionistas ellos, interrumpieron la tradición española de gobierno limitado a la que tan buenas páginas dio la Escuela de Salamanca.
Un animal estabulado
Su solución era la vuelta a la tradición política occidental: el liberalismo, pero no cualquier liberalismo. Abominaba de aquellos que pretendían que el Hombre sólo necesita seguridad, felicidad y protección sin más reglas, como si fuera un animal estabulado, debidamente alimentado y medicado, abandonado a sus necesidades e instintos. En su concepción de la Política, las virtudes, la capacidad y la excelencia eran exigibles como deberes y el Estado apenas es, por no ser una forma política natural, tolerable para el Liberalismo.
Su pronto acierto, tanto en el pronóstico como en el remedio, nos maravilla ahora, pero nos entristece. Como nos entristece, a pesar de la Esperanza (vaya liando unos cigarros, profesor) hoy, su muerte.