El populismo, en su raíz más esencialista, consiste en anteponer identidades colectivas a derechos. Esto es algo que hemos visto en directo repetidamente estas últimas semanas en el juicio a los líderes independentistas en el Tribunal Supremo. Primero va la democracia, luego la ley. Este es un mantra que hemos escuchado, una y otra vez, repetido mecánicamente por dirigentes nacionalistas y sus allegados mediáticos, insistiendo que todo lo que hicieron fue respetar la voluntad democrática de sus votantes. Ellos habían prometido un referéndum, prometido que acatarían el resultado, y prometido que declararían la independencia si el pueblo de Cataluña les votaba. En septiembre y octubre del 2017, simplemente estaban haciendo lo que el pueblo les mandaba.
Que estas órdenes recibidas por el pueblo soberano fueran contrarias a la ley es, para los independentistas, algo secundario. En una democracia, el pueblo es quien decide las leyes. Si el pueblo pide algo contrario a ellas, la voluntad del pueblo está por encima de la ley, y los representantes políticos del pueblo deben saltárselas. En septiembre y octubre del 2017 no estaban cometiendo delitos vulnerando la ley, porque en democracia lo que dice el pueblo es ley.
En democracias las leyes las decide el pueblo, ciertamente, pero la ley no es solamente una expresión de la voluntad popular. Los cimientos del ordenamiento jurídico en una democracia moderna no son los votos del respetable, sino los derechos fundamentales que hacen posible la existencia de un sistema político representativo en primer lugar.
En septiembre de 2017 los independentistas se arrogaron la facultad de decidir si los todos catalanes eran despojados de la protección de la Constitución española para formar parte de otro Estado
La democracia, para ser efectiva, requiere de una serie de garantías mínimas para proteger los derechos individuales que hacen que pueda existir un debate político en primer lugar. La libertad de poder expresar opiniones, la libertad de poder reunirse, la libertad de poder organizarse y participar en las instituciones. Poder pensar, poder discutir, poder tomar decisiones.
Estos derechos están codificados en el sistema jurídico; viven en Constituciones, en estatutos de autonomía, en declaraciones rimbombantes de derechos humanos y en humildes reglamentos que definen cómo organizar una ONG para salvar las ballenas. Su definición es algo que hemos ido cambiando en los últimos 200 o 300 años, desde la invención de la democracia representativa. Qué incluimos bajo cada derecho, o incluso quiénes pueden formar parte de la comunidad que vive protegida por ellos, ha sido motivo de disputas, conflictos, peleas e incluso guerras civiles durante más de dos siglos.
Estos derechos son lo que definen qué es una democracia y están por encima de ella. El principio rector de nuestro sistema político, y de todas las democracias modernas, es que estos derechos fundamentales son demasiado importantes como para ser decididos por mayoría simple. Para garantizar que la democracia no sea utilizada para limitar los derechos que hacen posible su funcionamiento, las democracias representativas establecen unos mecanismos legales mucho más exigentes para su reforma codificándolos directamente en la Constitución. El derecho a la libertad de culto es demasiado central para la pervivencia del sistema como para ser codificado y protegido mediante ley orgánica; si queremos eliminarlo, es necesario seguir un complicado procedimiento de reforma constitucional, no un par de votaciones en el Congreso.
El ordenamiento jurídico en una democracia moderna no es un juguete que un líder autonómico o nacional pueda romper a martillazos simplemente porque ha prometido destrozarlo
En septiembre del 2017 los dirigentes secesionistas decidieron que el Parlamento catalán podía, de forma unilateral, decidir cuáles derechos fundamentales merecían ser respetados por las autoridades autonómicas y cuáles no. En dos votaciones absolutamente inauditas, los independentistas se arrogaron la facultad de convocar una votación para decidir si los habitantes de la región gozaban de la protección de todo el ordenamiento jurídico derivado de la Constitución española o si eran súbitamente expulsados de estas protecciones y forzados a formar parte de otro Estado. Los secesionistas intentaron redefinir por mayoría simple qué significa ser catalán, el mismo derecho a ser ciudadano de España sin que te obliguen a cambiar de Estado. La ley de desconexión y la ley de referéndum podían estar representando la “voluntad del pueblo” o un “mandato democrático”. Su contenido, no obstante, eliminaba, redefinía o alteraba la totalidad de los derechos fundamentales necesarios para el funcionamiento de una democracia.
El ordenamiento jurídico en una democracia moderna no es un juguete hecho de Legos donde los políticos pueden quitar o poner piezas siguiendo las consignas del público o la crítica. No es algo que un líder autonómico o nacional pueda romper a martillazos simplemente porque no le gusta, no esta cómodo, o porque en campaña electoral ha prometido destrozarlo entusiásticamente. La ley, el Estado de Derecho, exigen que la estructura legal del sistema se base en la idea que hay cosas que son demasiado importantes como para poder votarlas sin más, sin debates detallados, mayorías agravadas y protecciones especiales. Algunas leyes están por encima de la democracia, precisamente porque sin ellas la democracia no es posible.