¿Tiene usted hijos y es autónomo? La siguiente historia le resultará bastante familiar, por desgracia. Sobreviví -como muchos- a las vacaciones escolares de Navidad haciendo malabares imposibles con quehaceres variados: atender a los niños, labores domésticas, entrega de los escritos que sufragan nuestra hipoteca y - entre colada y colada- encontré algún hueco que otro que dediqué a nuevas propuestas profesionales con las que espero poder financiar, además, la cesta de la compra.
Me ayudó a no perder la cabeza el calendario, observar cómo se acercaba el día D y la hora H: diez de enero a las nueve de la mañana, ¡la vuelta al cole! Los que somos padres de niños pequeños sufrimos la contradicción, tan contemporánea, de flagelarnos por no poder pasar más tiempo con nuestros retoños y, a la vez, sentir todos los domingos el júbilo que produce la cercanía de cinco días de convivencia preponderante con adultos. Los domingos son los nuevos viernes, esto es así.
Qué felices me las prometía yo el nueve de enero y qué poco duró la alegría cuando empezó a arder el grupo de Whatsapp de la clase de mi hija pequeña. “Os cuento, mi hija ha tenido unas décimas de fiebre. Para quedarnos tranquilos le hemos hecho un test y lamento comunicaros que ha dado positivo.” Respuestas unánimes, parecía que la niña había contraído ébola: “lo siento muchísimo”, “mucho ánimo”. Un ambiente fúnebre, a pesar del contexto digital, no me habría extrañado encontrarme con algún que otro “os acompaño en el sentimiento”, o un “polvo al polvo, cenizas a las cenizas”.
Ahí la que dio el pésame fui yo: mucho ánimo a todos, nuestros hijos llevan desde los tres años perdiendo clases continuamente
Por lo visto aquello de la responsabilidad es algo contagioso. Lo es en especial el miedo, no me explico si no a santo de qué someter a niños de cinco años a la maldita prueba covid. “Mi niño no tiene ningún síntoma, pero claro, la preocupación ahí está”. ¿Pero qué le preocupa, señora, si el churumbel está sanito como una manzanita? El positivo, el positivo, el temor omnímodo al positivo. Cayeron cinco chiquillos más y, por ley, tocó confinar a toda el aula. Ahí la que dio el pésame fui yo: mucho ánimo a todos, nuestros hijos llevan desde los tres años perdiendo clases continuamente. No sé vosotros, pero el retraso de Irene en el aprendizaje respecto de su hermano mayor es más que notable.
Silencio. En el grupo de Whatsapp. En mi casa, el ruido fue constante durante los siete días de marras. Decidí, a lo Escarlata O’Hara, que mi niña jamás volvería a ser confinada. Le realicé el maldito test por si caía la breva y ¡bingo! ella también dio positivo. ¿Qué breva, Mariona? Les cuento. Si un niño ha pasado la infección puede hacer vida normal aunque todos sus compañeros estén bajo arresto domiciliario por las medidas covid. La pobre cría tuvo que sufrir -¡otra vez!- el hisopo taladrándole el cerebro, pero al menos le libramos de confinamientos e infames PCR’s hasta septiembre. El daño colateral fue el destierro de su hermano al valle de leprosos, por ser contacto estrecho de “un positivo”. Me llevé dos niños encerrados en casa por el precio de uno.
De las familias nace el apoyo económico y psicológico que evita que caigamos en la desesperación. La pregunta es, ¿hasta cuándo aguantaremos?
Mi gozo en un pozo. Las ansiadas “vacaciones de enero” –poder trabajar sin niños alrededor- tuvieron que posponerse. Con el añadido de que no podía sacar a la calle a las pequeñas bestezuelas para que se desbravaran un poco. Esos días resultaron ser una tortura psicológica -otra más- de la que me llego a plantear si es producto de una conspiración para volvernos locos a todos, si no fuera porque los humanos somos demasiado estúpidos y chapuceros como para orquestar algo así. A las votaciones de la reforma laboral me remito.
Lo que me pregunto es, ¿cuánto tiempo creen nuestros dirigentes que podemos aguantar bajo estas circunstancias? Mis condiciones laborales y familiares son bastante amables en comparación a la media española, gracias a Dios. A pesar de eso casi termino como el famoso fresco de Goya, “Saturno devorando a sus hijos”. Somos las familias las que conseguimos que el país no se vaya por el desagüe. De las familias nace el apoyo económico y psicológico que evita que caigamos en la desesperación. La pregunta es, ¿hasta cuándo aguantaremos? ¿Qué ocurrirá el día que acabemos desquiciándonos por completo?