El 7 y 9 son los pabellones que Ifema asigna a ARCO, la feria de arte contemporáneo más importante de España. Cada año, todos los meses de febrero y durante cinco días, unas doscientas galerías y decenas de instituciones culturales levantan allí sus stands. Vistas desde las entreplantas, forman una cuadrícula blanca en la que siempre encontré cierto orden y belleza.
Nunca he faltado a una cita de ARCO, ni siquiera a la más reciente, que se celebró cuando ya en Milán cundía el miedo por la expansión del coronavirus. Hoy, cuando veo al Ejército levantar a toda prisa un hospital de campaña justo en esos pabellones, me llevo las manos a la boca. Sentirán algo parecido los que hasta hace poco ensayaban piruetas sobre la pista de hielo de Hortaleza, que ahora servirá de morgue para las personas fallecidas por el avance de la infección en Madrid, que ya sobrepasan las mil doscientas.
Donde antes alguien bailaba, se amontonan cuerpos. Ahí, donde brillaba un Miró, alguien estará de paso hacia la muerte o luchando contra ella
Nadie se imaginó patinando entre cadáveres, como tampoco yo proyecté una UCI junto a una instalación de Ai Wei Wei, una escultura Chillida o las fotografías de Marina Abramovic. Siento la traza de mis movimientos en aquellos pasillos, como el patinador presiente la cuchilla que araña el hielo: un gesto lejano e inverosímil, algo derretido como un cubo en un vaso del que ya nadie bebe.
Las personas no somos omniscientes. Ni lo vemos todo ni lo sabemos todo. Como mucho podemos viajar al pasado, pero no al futuro. Caminamos por detrás de las huellas que dejan las cosas, incapaces de prever que donde antes alguien bailaba, ahora se amontonan cuerpos arrancados de la vida o que ahí, donde brillaba un Miró, alguien estará tendido en una cama, de paso hacia la muerte o luchando contra ella.
Las personas no somos omniscientes. Ni lo vemos todo ni lo sabemos todo. Como mucho podemos viajar al pasado, pero no al futuro
Hay que acompañar a los que mueren hasta la salida, para que no tengan miedo, escuché decir a Daniel Pennac en una ocasión. A sus más de setenta años, el escritor francés intentaba hacerme ver de qué forma cuando insultábamos con vehemencia a una persona durante una discusión, lo hacíamos como si fuese a vivir para siempre. Y no es así.
Mientras releo sus palabras, vuelvo a plantarme en el pabellón siete de Ifema, experimento la sensación del patinador que hunde de nuevo las cuchillas sobre la pista. Entonces cojo el teléfono y marco el número de los que amo. Lo hago a toda prisa, antes de que el hielo se derrita bajo mis pies.