Maggie O’Farrell bracea en el océano Índico, mientras en la orilla de la playa dos hombres cepillan un elefante. De pronto, algo la succiona. El mar es imprevisible y ella lo sabe. La corriente la arrastra muy deprisa. Sus brazadas no sirven para nada. La única forma de salvarse es nadar en paralelo a la costa. Y lo intenta.
Un estruendo me saca de la lectura. La casa entera se va cerrando a portazos. Las ventanas baten furiosas. Se quitan la palabra la una a la otra. Parecen el coro de los actos intermedios en las óperas italianas del XIX. La tormenta está por descargar sobre Madrid. El olor a tierra mojada y el aire frío de los jardines subrayan la distancia entre la intemperie y mi aislamiento. Son las cinco de la tarde y por primera vez en todo el día escucho voces de niños. Están más tranquilos hoy.
Vuelvo al libro. Sé que O’Farrell no morirá. No existe aún el prodigio técnico de narrar la propia muerte en pasado, pero deseo saber qué ocurre con la escritora irlandesa. Ya en la página 126 de este libro, O'Farrell ha pasado por el diagnóstico de una enfermedad incurable en su infancia, el pánico de un avión que se precipita al vacío, un parto que se complica hasta lo inverosímil, un ataque en el campo... Y así hasta enumerar 17 roces con la muerte.
Mi hermano ayer cumplió 51 años, aunque el niño de ocho que lleva dentro pregunte, a cada rato, cuándo será la hora de salir al balcón
La escritora no se ahoga. También sobrevive a la niñez convaleciente, no fallece en ese avión a punto de estrellarse y se recupera de las embestidas de una enfermedad que no la abandona. Por eso ha titulado el libro Sigo aquí, un volumen autobiográfico cuya prosa se me antoja fría y quirúrgica. Frotarse con la posibilidad de no regresar vivo se puede contar de la forma más sucinta posible. Y ella lo hace.
La edición que publicó Libros del asteroide de esta recopilación de textos autobiográficos muestra en la cubierta un corazón. Sobre el fondo salmón, resalta un músculo del que brotan flores. La imagen es exagerada y hermosa. Escucho a lo lejos una patrulla que ordena permanecer en casa, tengo noticia de un corredor que se esconde de los agentes y veo al cartero entregar paquetes. El mundo me parece de pronto un mar a punto de embravecerse.
En mi estado de ánimo tacho el tercer día de cuarentena y el segundo desde el estado de alarma decretado por el gobierno. El que esté libre de haber descreído del coronavirus, que se guarde las pierdas en casa, dijo Carlos Alsina esta mañana. Pienso en el hijo de Lardiés —¿lo habéis leído?— y su ansiedad por salir a aplaudir cuando toque la ovación a los médicos. La pulsión de ese crío de dos años es casi tan fuerte como la que siente mi hermano mayor, que ayer cumplió 51, aunque el niño de ocho que lleva dentro pregunte, a cada rato, cuándo será la hora de salir al balcón. Él también quiere aplaudir. Sin el Real Madrid ni Liga, su soledad ha de ser atronadora.
Esta mañana, en el supermercado, nos evitábamos en los pasillos... como bailarines que espiran hacia adentro
Me he preguntado varias veces, cómo se gestiona una cremación en cuarentena. ¿Quién y cómo han enterrado a los que han muerto por el virus? ¿Con qué ganas? ¿Y con cuáles medios? Por cada interrogación saco una piedra y la junto en línea recta dentro de mi cabeza. Esta mañana, en el supermercado, nos evitábamos en los pasillos como bailarines que espiran hacia adentro. Un metro de distancia entre nosotros. Mascarillas, guantes, carritos. En mi memoria rebrota la imagen de un hombre cargando el trozo sangrante de carne durante los saqueos de 1989.
La muerte nos deja sin respiración, la realidad también. Por eso me gusta pensar que las palabras hacen lo que las teclas de un piano: dar con la tensión justa hasta reventar la cuerda lo bello y lo terrible. En mi pentagrama de pedruscos cabe un supermercado lleno de gente aterrada. De vuelta a casa, repaso el silencio de mis objetos. Para alguien que tiene una orquídea plástica, un microondas que nunca usa y una biblioteca, la soledad es lo normal.
Convivo conmigo misma, tomándome en serio la muerte de los demás. No necesito que nadie me multe ni me obligue a entender que la vida, como el mar, se revuelve de pronto. Acepto mis piedras y les saco brillo. Aún así no puedo sacar de mi cabeza al hijo de Lardiés ni a mi hermano mayor. Pronto serán las ocho. En mi mente, enumero los roces con la muerte que, allá afuera, raspan la piel de la vida como los guijarros de una ola.