11 de marzo de 1938. A primera hora de la mañana, el canciller austriaco Kurt Schuschnigg recibe un ultimátum de Adolf Hitler. O retira su proyecto de plebiscito o Alemania invadirá Austria. Nada que discutir. A las 2 de la tarde, el aludido manda a paseo su plebiscito. Ya está, ya podemos seguir con los paseos a orillas del Danubio, la música clásica, la repostería de la dulce Viena. Pero no, porque apenas media hora después el monstruo sube la apuesta y le exige su dimisión y el nombramiento del nazi local Seyss-Inquart como nuevo canciller de Austria. Schuschnigg duda. Tras el asesinato de Dollfuss, el pequeño junker había cerrado un Parlamento democráticamente elegido, dicho no a la libertad de prensa, suspendido el derecho de huelga, y prohibido la existencia de otros partidos que no fueran el suyo. He aquí un tirano fuerte con el débil y débil con el poderoso. Y en el último minuto, duda. Pero al cabo termina por ceder. El Schuschnigg intransigente, el hombre todo negativa, la negación hecha dictador, se vuelve hacia Alemania, la voz ahogada, el rostro enrojecido, los ojos húmedos y pronuncia un débil “sí”. Capitula. El hombre del no termina por decir sí con tal de que se lo pida Hitler. “No podía hacer otra cosa”, confesaría más tarde en sus memorias.
Lo cuenta Éric Vuillard en “El orden del día” (Tusquets), premio Goncourt 2017, en un relato sobre la cobardía y la resignación de políticos de toda laya, en toda época, y sus trágicas consecuencias para la vida y la muerte de millones de personas. Al día siguiente, 12 de marzo de 1938, Neville Chamberlain y señora ofrecen a Joachim von Ribbentrop y señora un almuerzo de despedida en Downing Street. El embajador alemán en Londres acaba de ser ascendido a ministro de Asuntos Exteriores del Reich. Melón de Charente helado y pularda de Louhans al estilo de Lucien Tendret de plato principal. Fresas silvestres de postre. Como invitados, Alexander Cadogan, viceministro de Exteriores británico, y Winston Churchill. De excelente humor, Ribbentrop monopoliza la conversación con asuntos tan variopintos como triviales. Ante el asombro de la concurrencia, toda la conversación es suya. Ocurrió que, en plena comida, un enviado del Foreing Office hizo acto de presencia para entregar discretamente un sobre a sir Cadogan quien, con gesto serio, se levantó para pasárselo a Chamberlain tras haberlo leído. Churchill, “abriendo uno de sus grandes ojos de cocker”, detectó una profunda arruga en el entrecejo del primer ministro. Una noticia alarmante, sin duda. Pero el único que no pareció enterarse de lo ocurrido fue Ribbentrop, que seguía imparable con su cháchara de comadre. Imposible hacerlo callar. La comida se prolongó hasta más allá de lo que mandan las normas de cortesía, pero Neville no se atrevía a cortar un almuerzo con el ministro de la gran potencia germana. Debía actuar con tacto exquisito.
Solo al final, y no sin que antes la mayor parte de los invitados se hubieran despedido, se atrevió Chamberlain a lanzar al pedante alemán un desesperado “Discúlpeme, pero un asunto urgente me requiere”. Una vez en su coche, el matrimonio Ribbentropp estalló en una sonora carcajada. Se habían dado perfecta cuenta de lo ocurrido. Al tanto de lo que decía el mensaje secreto, el ministro nazi se las había ingeniado para, aprovechándose de la enfermiza cortesía de Chamberlain, hacerle perder el mayor tiempo posible hasta obligarlo a dilapidar unas horas preciosas que tendría que haber ocupado en la toma de decisiones drásticas. Aquel mensaje, en efecto, contenía una noticia terrible: la Wehrmacht acababa de invadir Austria. Gran Bretaña padeció lo suyo por culpa de la innata cobardía de aquel primer ministro que regresó de la conferencia de Múnich blandiendo en el aeródromo unas pobres cuartillas llamadas a asegurar “paz para nuestro tiempo”, pero pudo contar con un Churchill capaz de sacar al país del atolladero. Austria padeció la sumisión de un totalitario como Schuschnigg, sin que en la retaguardia esperara ningún héroe salvífico. España soporta ahora los padecimientos provocados por un pusilánime Mariano Rajoy, sin que en el horizonte asome la cabeza ningún liderazgo transformador. “El problema de Mariano no es de cálculo ni de tacticismo: es biológico; sencillamente él es así. Esperar que se comporte como un valiente va contra sus genes”.
Sin la amenaza de un dictador sanguinario como Hitler, Mariano confía su futuro personal, su determinación de durar año y pico más, a una alianza tácita con el PNV, con el nacionalismo vasco, porque nadie más que el nacionalismo puede apoyar un Gobierno débil que ha renunciado a gobernar pensando en el interés general. Con el nacionalismo vasco y con el catalán, dispuestos a hacer lo que sea para mantenerlo en el poder, porque para ellos siempre será mejor un presidente acobardado e incapaz de tomar decisiones que uno fuerte y sin lastres del pasado. Nadie mejor dispuesto a dar respiración asistida a este Gobierno inane que los enemigos de España, los nacionalistas vascos y catalanes, con la ayuda de la patulea izquierdista que representa Podemos. Más el PSOE, claro está, esa desgracia que desde hace más de 100 años padece España y que es quién hoy mantiene a Gobiernos enemigos de la nación en el País Vasco, en Navarra, en Valencia, en Baleares y en el Ayuntamiento de Madrid, por citar los casos más notorios.
La contaminación independentista
Durar año y pico más en Moncloa sin proyecto político de ningún tipo, sin voluntad de reformas, sin idea de Estado, sin ideología, sin nada. Simplemente durar, permanecer y ponerse a cubierto de las contingencias judiciales que pudieran sobrevenirle. ¿Y qué hace Mariano para perdurar? Pactar bajo cuerda con todo aquel a quien pueda comprar. En Cataluña se apresta a facilitar otro Gobierno golpista presidido por Elsa Artadi, dilecta discípula de Puigdemont, para poder levantar el 155 y salir por pies. Y el que venga detrás que arree. El proceso de contaminación independentista en la Comunidad Valenciana y en Baleares avanza imparable, también con la inmersión lingüística como bandera, aunque es peor lo de Navarra: la entrega de esa comunidad histórica al independentismo abertzale es quizá una de las derrotas más clamorosas registradas por este sedicente Gobierno de España. Y tras Navarra vendrá el acercamiento de los presos etarras. Ello por no hablar del País Vasco, feudo de un PNV que ha construido allí un auténtico régimen clientelar, casi un Estado independiente de facto, cuya única amenaza procede hoy de esa extrema izquierda heredera de ETA que sueña con hacer realidad en el escaño lo que no ha podido lograr con la pistola.
En la situación de crisis política y parálisis institucional que atravesamos, el milagro español se llama crecimiento. Asusta pensar lo que podría estar ocurriendo sin el colchón amortiguador de un PIB en auge capaz de tapar no pocas miserias. El crecimiento está funcionando como un analgésico, una especie de opio que lleva a esta sociedad encanallada de La Gran Manada, varada en un estatismo atroz, a reclamar más y más gasto público como si el dinero viniera del cielo. Se trata, en todo caso, de un crecimiento expuesto a imponderables cuyo comportamiento escapa a nuestro control, y que además está siendo comprometido por decisiones de política económica abiertamente populistas. Teresa Lázaro publicaba el jueves aquí que el Ejecutivo destinará este año más de 5.000 millones a frenar las protestas de pensionistas y funcionarios. La subida de los empleados públicos ha costado casi 2.700 millones y la factura de los diferentes incrementos de pensiones, otros 2.600 millones. Son cifras que figuran en el Programa de Estabilidad que el Gobierno remitió a Bruselas el lunes 30, como es obligado cada año por estas fechas. En total, 5.300 millones en “zanahorias electorales”, versión Montoro, que en román paladino quiere decir compra de votos con dinero público a un año vista de los comicios autonómicos y municipales de mayo de 2019.
Una factura cuyo tamaño aumentará en 2019 hasta rondar los 6.000 millones, y que pondrá en peligro el cumplimiento de los objetivos de déficit, como ya se ha encargado de recordar Bruselas a Madrid. Es gasto estructural que se incorpora al sistema y compromete el crecimiento futuro. Y ello con el Tesoro público obligado este año a pedir prestado en los mercados más de 30.000 millones (37.000 en 2017), una parte de los cuales irán a atender el pago de las extras de las pensiones, que habrá que sumar a una Deuda Pública que crece exponencialmente -1,2 billones a finales de 2018- y que alguien, algún día, tendrá que pagar. Nuestra clase política se llama andana. Los partidos del arco parlamentario parecen empeñados en ordeñar la vaca hasta donde aguante, con desprecio de cualquier previsión de futuro. Todos han sucumbido a la orgía populista en la que vivimos, sin la menor reflexión sobre los cambios urgentes que necesita el modelo para poder subsistir. Reflejo de país sometido a una auténtica riada de populismo ramplón. Turbiones violentos de opinión publicada, como el provocado por la sentencia de La Manada, que dejan tras de sí el paisaje de un país razonablemente rico y culto reducido a cenizas, horizonte de tierra quemada donde todos parecen haber perdido crédito y criterio, con los propios ministros del Gobierno implicándose en el griterío y la confusión, sin que nadie, en ninguna instancia política, económica o cultural, llame a la mesura.
Hora de acabar con los Chamberlain y los Schuschnigg
Y mientras, el votante del PP, escandalizado, continúa migrando hacia la ensenada de Ciudadanos en la que poder refugiarse de tanto oprobio. Rivera, de viaje por América del Sur esta semana, está obligado a enfrentarse al dilema que ni él ni Ciudadanos pueden soslayar: ¿Seguir apoyando a este Gobierno inane hasta el otoño de 2019, o dejarlo caer cuanto antes para acortar la agonía? ¿Vale la pena exprimir la sangría de votos del PP a cambio de heredar en su momento un erial, un país reducido a escombros? No se me ocurre formulación que recoja mejor el drama al que España se enfrenta en este momento. Ocurre que en otoño de 2019, la situación puede ser mucho más complicada y difícil, tal vez inmanejable, porque la velocidad del deterioro con un Gobierno que no gobierna es exponencial. Razón por la cual sería de la mayor importancia que Ciudadanos se decidiera a dejar caer cuanto antes, mediante la oportuna moción de censura, al Ejecutivo Rajoy para ir de inmediato a elecciones generales. Es hora de acabar con los Chamberlain y los Schuschnigg. Hora de apostar por el valor cívico y la determinación democrática. No cabe ya alegar los riesgos que para la estabilidad política y económica tendría un lance semejante. No hay estabilidad ninguna en asistir perplejos a la demolición de la nación por culpa de quien solo aspira a permanecer en el poder para huir de sus propias responsabilidades. Volvamos a Vuillard: “Mientras Inglaterra se ha acostado y ronca apaciblemente, mientras Francia tiene hermosos sueños y a todo el mundo se la trae al pairo lo que ocurre, el viejo Miklas [ Wilhelm Miklas, presidente de Austria] a su pesar, acaba nombrando al nazi Seyss-Inquart canciller austriaco. Las mayores catástrofes se anuncian a menudo paso a paso”.