Hablaba con un amigo inglés de gastronomía y de cómo no dejaba de ser paradójico el número de programas que tratan sobre ella justo en una época en que la gente come peor. Soy anglófilo en no pocas materias, especialmente la literaria, pero sin caer en la maldad que dijo Tayllerand acerca de que Inglaterra tenía cientos de religiones y una sola salsa, mientras que Francia poseía centenares de salsas y una sola religión, no creo que en el Reino Unido se coma especialmente bien. Aunque las carnes sean extraordinarias y hayan inventado la Ox Tail Soup, el casi desaparecido Pastel de caza de Yorkshire y servidor se haya relamido con un Sirloin Of Beef o el navideño Plim Pudding hay que decir que el común de la gente de las Islas no se alimenta de tales exquisiteces. Aquí mi amigo, buen sherlockiano, me dijo que sus compatriotas comían tan bien o tan mal como el resto de sus homónimos occidentales porque la comida se había mixtificado. Me invitó a dar una vuelta cerca de su casa, situada al lado de una prestigiosa universidad española. “¿Qué tipo de locales de comida ves?”. Había infinidad de coreanos, japoneses, hamburgueserías, pizzerías, locales de falafel y durum kebab, franquicias de pollo frito rebozado y poco más. Como me vio algo confuso, me aclaró que el mismo tipo de alimentación barata de la que se nutrían los universitarios españoles – y muchísimos hogares, añado, desde la implantación del delivery – era la que consumían los ingleses.
Había infinidad de coreanos, japoneses, hamburgueserías, pizzerías, locales de falafel y durum kebab, franquicias de pollo frito rebozado y poco más
Tuve que darle la razón. “Entonces - dije – si cada día comemos de manera más adocenada, si la mayoría de productos en el súper son más química que realidad, si nuestro paladar individual y nacional se ha convertido en amianto, ¿a qué tanta apología televisiva acerca de la esferificación, la reducción, o el elaborar turrón de maracuyá, michirones, palomitas, pulpo y algas?” “Elemental – replicó – la televisión sirve para hacernos creer lo que no existe y prometer lo que nadie va a cumplir. En ese sentido, un predicador del Far West, un vendedor de crecepelo y un cocinero televisivo comparten la misma condición: nos hablan de entelequias que no pueden plasmarse en concreciones”. “Como los políticos”, pensé yo. Estuve dándole vueltas toda la noche. ¿Qué pasó durante el confinamiento ilegal? Que a la gente le dio por cocinar. La comida tiene para los españoles un sentimiento atávico que nos conduce a la escasez, a la hambruna, a querer hartarse. Lo mismo pasa en política, nadie está saciado. Por eso nunca tendrán suficiente, igual que en un bufé libre. Personas que comen como pajaritos trasiegan platos y platos. Aunque nuestra vida sea pobre y menguada, nos gusta la opulencia, el dispendio, la dilapidación. Es el rico encaramado en su coche de caballos lanzando al pueblo hambriento longanizas y panes. Así somos.
Cenamos una sopa de sobre, una pizza plastificada o una hamburguesa expósita de vaca y toro mientras se nos cae la baba viendo a un chef preparando una suculencia. Quizá por eso aprecio tanto los versos del poeta británico Charles Lamb que dan título a este billete. En ellos se declara dispuesto a compartirlo todo menos el cochinillo asado. “Sería un absurdo, una insanidad”, dice. Yo también me niego a compartir nada con quién simplemente ingesta cosas para no morir desfallecido. De ahí que los programas gastronómicos no sean de mi agrado, salvo una o dos excepciones. Me pasa igual con los políticos. Hay que cuidar la digestión.
McCall
Y tiene guasa, D. Miquel, que el poeta británico mencionado se llame Lamb.
Leo
Los programas de cocina tienen la misma estructura que los videos porno: Tu estás sentado ahí viendo hacer cosas que difícilmente vaya a hacer alguna vez .
Bluesman
Hace muchos años dejé de comer en restaurantes porque los platos que prepara mi esposa, que Dios la conserve, son muchísimo más sabrosos que los que se pueden conseguir en un restaurante, y ya ni mencionemos un supermercado.