En este atípico Domingo de Resurrección es inevitable pensar en los muertos que seguramente no resucitarán. En esos casi 17.000 españoles que han perecido en estas semanas lúgubres. Se han ido para siempre sin hacer ruido, como cada día muere la tarde, en medio del atronador silencio que impera en nuestras calles. Un silencio solo roto cada jornada durante ocho minutos, que es lo que aproximadamente suele durar el aplauso. A partir de ahora, también quebrará esa quietud otro sonido familiar.
El gran articulista Raúl del Pozo escribía hace unos días que "la gente de nuestro tiempo, como no oye doblar las campanas, ignora que la parca con sus mudos pasos nos está buscando y la lee como un estadística". Una forma metafórica de decir que los muertos no están apareciendo en los telediarios, seguramente porque al poder no le interesa, y quedan reducidos a una cifra, de manera que infravaloramos el poder omnímodo de la muerte que nos amenaza.
La citada ausencia del sonido de las campanas era más que sintomática. Suspendidos los oficios religiosos, ya nunca se escuchaba eso que nuestro hijo llama equivocada y enérgicamente "dolón". No doblaban las campanas, es cierto, al no haber misas ni entierros tradicionales. Estábamos silenciando el adiós a los muertos hasta este domingo, vigésimo noveno día de confinamiento, cuando a las 12, sin esperarlo, el pequeño y yo escuchamos de nuevo el lejano repique de las campanas. A partir de ahora, sonarán todos los días en muchas ciudades como recuerdo a las víctimas.
Es impresionante, si uno lo piensa bien -es decir, racionalmente y sin anteojos ideológicos-, que antes de la reclusión cada vez que se moría un ex futbolista miles de personas lo recordaban en cada estadio y campo de España mientras que hasta ahora, con 17.000 muertos amontonándose en las morgues, no había un solo acto de recuerdo colectivo -ni siquiera virtual- por todos esos cuerpos y esas almas. Quizás optamos por el ruido de los aplausos porque tanto mutismo ahí fuera nos estremece y necesitamos animarnos unos a otros.
En esa actitud nuestra de no hablar de los muertos operarán motivos psicológicos y de otras índoles. Pero también el lenguaje político que nos rodea
Los confinados apenas hablamos de los muertos. En esa actitud nuestra operarán motivos psicológicos y de otras índoles. Pero también influye el lenguaje político que nos rodea. Veamos un ejemplo. Este domingo Pedro Sánchez aprovechaba su perorata de cada fin de semana para destacar "la fuerza del enemigo que nos ha invadido", mencionar la "Segunda Guerra Mundial", prometer que vamos a "superar la guerra" y pedir un gran pacto de estado porque se avecina la "posguerra". Es bastante revelador que el presidente del Gobierno se valga de términos bélicos para todo menos para hablar de los "caídos", ¿no creen?
En todo caso, la forma de afrontar las defunciones en masa nunca ha sido fácil. Allá por octubre de 1918, en medio de otra epidemia, Josep Pla escribía esto en su célebre cuaderno: "La gripe continúa matando implacablemente a la gente. En estos últimos días he tenido que asistir a diversos entierros. Esto, sin duda, hace que empiece a sentir una mengua de emoción ante la muerte –que sentimientos reales y auténticos se me transformen en una especie de rutina administrativa–. Nuestros sentimientos están siempre afectados por lo poco o por lo mucho –son de una movilidad indecente. Aunque sólo fuese por esta razón convendría que este escándalo de la patología tuviese un fin –que la gripe no matase a nadie más–".
Pasarán muchos días, lamentablemente demasiados, hasta que el coronavirus deje de matar implacablemente en España. Entretanto hoy, como hace cien años, asistimos a tantos decesos sin apenas emoción, como si no fueran con nosotros. Cuando el portavoz de turno aparece cada mañana suelta el dato fríamente como esa "rutina administrativa" de la que hablaba el escritor catalán. Resulta que tenemos que celebrar que mueran solo 500 personas porque 24 horas antes habían muerto 600. Contagiados por el ambiente, trufado de demasiada propaganda, hablamos de "doblar la curva" y de otros términos recién llegados a nuestro vocabulario. Desnaturalizamos la muerte. La descontextualizamos. La descarnamos.
Justo eso es lo contrario de lo que pretende y simboliza el tañido de las campanas. Para su popular obra Por quién doblas las campanas, Hemingway utilizó los versos del poeta inglés John Donne, que en el siglo XVII esculpía que "la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti". Seamos o no religiosos, creamos o no en la resurrección, las campanas hasta ahora silenciadas doblan por los muertos y por todos nosotros. Nos recuerdan que somos mortales. Nos muestran con crudeza esta realidad que parece irreal. Por ello, y por la sonrisa de mi hijo al escucharlas, agradezco que por fin vuelvan a sonar.