Opinión

Doña María la Galana

Este miércoles 29 de noviembre, se emitió en TVE el cuadringentésimo decimotercer (413º) y último capítulo de la serie de televisión

Este miércoles 29 de noviembre, se emitió en TVE el cuadringentésimo decimotercer (413º) y último capítulo de la serie de televisión Cuéntame cómo pasó. Antes de que nos pongamos a discutir les voy adelantando que yo lloré, imagino que como la mayoría de quienes la vieron. Luego les explico en qué momento y por qué. Pero de más está decir que esa serie no es que esté destinada a pasar a la historia de la televisión en España; es que ya está allí. Es el programa no informativo más duradero que ha existido, superado tan solo por el concurso Saber y ganar, con Jordi Hurtado al frente, que comenzó a emitirse –tengo entendido– durante el reinado de Felipe IV. Cuéntame ha permanecido en nuestras pantallas durante 22 años. La serie ha puesto en danza a más de mil personajes, entre grandes y pequeños. Han pasado por ella alrededor de 2.000 intérpretes y unos 20.000 figurantes. Nadie puede competir con eso. Si tuviesen que guardar juntos todos los premios que han recibido, necesitarían una nave industrial.
Se está repitiendo mucho en estos días que es una serie de mujeres fuertes y de hombres emprendedores y dubitativos. Puede ser. Hemos visto todos cómo Antonio Alcántara (Imanol Arias) dejaba de ser el padre autoritario, machista y rezongón del principio hasta convertirse en un “cacho de pan”, que dicen en mi tierra. Mercedes, el personaje de Ana Duato, tiene las hechuras férreas y a la vez dulces de una moderna Úrsula Iguarán. Ricardo Gómez (Carlitos) tenía siete años cuando empezó a grabar capítulos; los demás actores pensaban que no sería capaz, que era demasiado crío como para interpretar. Ahora tiene 29, así que bien podría decirse que la serie es él. Cosas parecidas podrían decirse de Pablo Rivero (Toni es el periodista más verosímil que he visto en una ficción televisiva: quien lo probó lo sabe) o de las actrices que han interpretado a Inés.
Pero mi debilidad personal es María Galiana. La razón es muy sencilla: su personaje, Herminia, es el clon de mi abuela Delfina. Salvo que María es sevillana y mi abuela era de Torrelavega, y salvo la distinta corpulencia, son idénticas. Los rostros son muy semejantes, lo mismo que la voz. Y sobre todo la forma de ser. Los prodigiosos guionistas de la serie debieron de conocer a mi abuela en algún momento, porque la copiaron entera. Se me pusieron de punta los pelos del cogote cuando oí que, en este último capítulo, alguien la llamaba “bisa”, diminutivo de bisabuela. Así llamaron siempre en mi familia a Delfina, en sus últimos años. Yo no; yo siempre preferí “Finucha”.
María Galiana, o María la Galana si ustedes así lo prefieren, es un caso extraordinario. Mucho más culta que mi abuela, se jubiló a los 65 como profesora de Historia en diversos institutos: esa fue, o debería haber sido, su vida. Pero ya de mayor empezó a hacer “cositas” en el teatro y en el cine, supongo que por entretenerse y porque es una mujer muy creativa a la que asustan pocas cosas. Cuando dejó de dar clase, y no antes, se lanzó de lleno a la interpretación. Jamás le ha faltado el trabajo, que es el mal de todos los actores: María la Galana tenía “algo” que llenaba el escenario o la pantalla. Tenía verosimilitud. Era creíble, hiciese lo que hiciese. La sentíamos próxima.

La magia de Cuéntame es que esa serie somos nosotros. Todos nosotros. Fuimos así, nos pasaron cosas como las que les pasan a los Alcántara


La magia de esa serie no es su impresionante producción, el talento de sus actores, la perfección de su puesta en escena o el increíble cuidado de sus guiones, que usan en cada época el lenguaje exacto que se usaba entonces. La magia de Cuéntame es que esa serie somos nosotros. Todos nosotros. Fuimos así, nos pasaron cosas como las que les pasan a los Alcántara. Es como un espejo, como ver las viejas pelis familiares de super 8 que grababa papá con el tomavistas… pero “en limpio”.
En el primer capítulo de la serie los personajes están aún sin dibujar del todo, aunque unos más que otros. Merece la pena verlo aunque solo sea por contemplar a Fernando Fernán Gómez –aquel trueno anarquista– vestido de cura, y encima de cura tridentino. Pero la abuela Herminia es bastante tontucia, bastante previsible. Es un arquetipo, no está viva. No hace más que repetir lo de los parches Sor Virginia y que ella, al televisor que están a punto de llevar a la casa, ella “ni mirarlo”, cosa que por supuesto no hace.
Pero 22 años después, en el último capítulo, Herminia habla con su nieto Carlos (que es ya un mozallón con barba frondosa) sentados los dos bajo una enorme encina, frente a un campo desolado. Yo me eché a temblar porque bajo un árbol muy parecido están hoy las cenizas de mi madre. Y Herminia está sentada en una silla de camping muy semejante a la que usaba mi madre en aquel lugar, su paraje favorito, su “bosque de Yuli”, para ponerse a leer el periódico.

Pero estoy convencido de que nunca, en toda su vida, hizo María Galiana una interpretación tan deslumbrante como esa. No hay otra palabra mejor: deslumbrante. Está perfecta


Herminia le pide a su nieto que nadie lleve luto en su entierro, que no haya coronas de flores falsas… y que vuelva a unir a la familia, enfrentados como están los hermanos por las envidias, los malos quereres y las herencias. Esa escena dura muy pocos minutos. Pero estoy convencido de que nunca, en toda su vida, hizo María Galiana una interpretación tan deslumbrante como esa. No hay otra palabra mejor: deslumbrante. Está perfecta. Los dos lo están, porque Ricardo Gómez se ve impelido a responder a una altura muy semejante. Los dos actores, en ese momento, están creyendo en lo que dicen, lo están haciendo suyo, lo sienten por dentro. Ahí fue cuando a mí se me saltaron las lágrimas. Herminia pide a su nieto que la deje sola un rato… y allí mismo, sentada bajo la enorme encima, inclina la cabeza y muere.

Resumieron en el personaje de Herminia a miles, a decenas de miles de abuelas de todas partes, a las que tocó ser las heroínas que sujetaban el inestable andamiaje que iban levantando hijos y nietos


Las escenas del entierro son una pura delicadeza. Carlitos cumple el mandato de su abuela y logra reconciliar a sus hermanos, lo mismo que la muerte de mi madre aventó los miasmas que había amontonado el tiempo y logró recomponer el racimo de los míos. Cómo no ibas a llorar. Somos nosotros. Esa serie somos nosotros. Los guionistas no copiaron a mi abuela Delfina; resumieron en el personaje de Herminia a miles, a decenas de miles de abuelas de todas partes, a las que tocó ser las heroínas que sujetaban el inestable andamiaje que iban levantando hijos y nietos. Fueron la charnela, la mano que sujeta el manojo de espigas; el paredro, que decía Cortázar.
Estamos todos ahí. Antonio Alcántara tiene sombras de mi padre (de miles de padres), Merche se parece a mi madre, hubo un tiempo en que yo fui Toni y detrás de Carlitos se esconde mi hermano Álvaro, el pequeño. Pero hay que ser María Galiana para sintetizar, en una inolvidable interpretación de apenas unos minutos y con 88 años, el ser, el sentir y el aguantar de una generación entera de abuelas a quienes la vida se les vino encima como un derrumbamiento: sin avisar, sin preguntar si estaban preparadas para aquel desastre.
Que el cielo nos conserve a esta mujer, con su claridad de cabeza y su inmenso talento, todo el tiempo posible. Yo, por mi parte, vuelvo a ver ese capítulo final de la serie, el del miércoles pasado. Luego es probable que vuelva a empezarla desde el principio. Por qué no. Es mi vida, a fin cuentas. Y la de ustedes.

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