Cuando escribo estas líneas, Alberto Núñez Feijóo es ya presidente nacional del PP. El relevo se ha producido con una suavidad casi orgánica, como si Feijóo, más que ser elegido, emergiera de las aguas o creciera de algún bancal y cayera en la presidencia de puro maduro. Por su parte, Casado ha hecho mutis “como el que está listo ya hace tiempo”, que dice Cavafis: a la fuerza ahorcan. Por lo demás, tampoco parece que el relevo de personas e ideas sea abrumador, y consiste ante todo en acabar con el reinado el terror del anterior secretario de organización y recuperar algunos perfiles y modos, quizás también vicios, del marianismo.
Pero ya no estamos en 2011, ni siquiera en 2015, ni en Kansas, Toto. A pesar de la infinita tabarra, inoperancia y obscenidad del “giro lingüístico” al que se ha sometido a la política, y con ella a todos nosotros en la última década y media, no hay que perder de vista que las palabras importan. Y, sobre todo, no hay que olvidar la regla fundamental de la comunicación y la práctica política, que me repetía siempre mi compañero Marc: Don’t get high on your own supply. No te comas lo que vendes. Desde 2018, el centro y la derecha en todas sus manifestaciones se han acostumbrado a usar la feliz fórmula rubalcabiana del “gobierno Frankenstein”. Con ello se pretendía invocar en la opinión pública la sensación de temporalidad, de totum revolutum, de monstruosidad incluso de alguno de sus componentes -porque monstruos, lo que se dice monstruos, hay.
Nada que objetar a las razones instrumentales que nos aconsejaron usar esa etiqueta. Pero cuatro años y dos elecciones generales después de la moción de censura, conviene no dejarse confundir por los propios argumentarios. La coalición informal -variable, pero reconocible- que llevó a Sánchez a la presidencia y que le ha aprobado presupuestos y leyes, no sólo es la más sólida y numerosa hoy en España, sino que responde a una evolución ideológica y sociológica del electorado español que se puede rastrear por lo menos hasta las postrimerías del aznarato. Si los cuadros y votantes más politizados de los partidos de izquierda y nacionalistas se iban pareciendo cada vez más entre sí en los últimos 15 o 20 años, la presidencia de Sánchez ha terminado de ahormarlos, derribando los últimos tabúes.
Muy al contrario, en la orilla de enfrente, la ruptura del electorado tradicional del PP ha dejado al descubierto profundas diferencias, consecuencia igualmente de la evolución del país en la fase final del sistema del 78. El caso obvio es Vox, que impugna de palabra, ya veremos de obra, no poco de ese sistema; y que pretende agregar parte del antiguo voto de las clases trabajadoras, ya sea el del PSOE o el que recaló en el PP hace ya tiempo. El PP, por su parte, está metido de hoz y coz en todos los consensos españoles y europeos; los ha modelado de hecho. Y ahora tiene que ponerse de acuerdo con un partido cuyo único leitmotiv medianamente coherente es, justo, la denuncia de esos consensos.
Una masa apreciable de desmovilizados que, si el partido naranja ha perdido desde 2019, no es seguro que el PP de Feijóo pueda recuperar meramente invocando la etiqueta centrista
Pero, mirando al centro, y por más que la absorción -en caliente o en frío, por arriba o por abajo, en pack o en piezas- de Ciudadanos por el PP parezca descontada para muchos, la realidad es que ahí también existen grandes distancias sociológicas, de talante, de edad y de cultura de organización entre cuadros y votantes de uno y otro partido. Y una masa apreciable de desmovilizados que, si el partido naranja ha perdido desde 2019, no es seguro que el PP de Feijóo pueda recuperar meramente invocando la etiqueta centrista.
Esa es la realidad irreductible a la que se enfrenta Feijóo, como se enfrentó Casado. A nivel micro es posible que la eclosión de ideologías, perfiles, actitudes y estrategias dispares en la derecha provoque un período de “destrucción creativa” que acabe alimentando un renacer cultural y político del espectro liberal-conservador y de las nuevas derechas populistas. Desde el punto de vista de los partidos, y muy en particular del antiguo capo de este lado de la brecha, lo que viene es una coyuntura endiablada para conciliar los discursos institucionales, y el mantenimiento de consensos y formas con la integración de posturas y valores hasta ahora proscritos. Sánchez lo intentó y ahí está. Respecto a Feijóo, Castilla y León es sólo el primer episodio.
Wesly
Quien definió de "Frankenstein" un gobierno del PSOE apoyado por comunistas e independentistas fue el socialista Rubalcaba, no el PP ni VOX. Quien pretende volar este sistema a base de justificar golpes de Estado e indultar a los golpistas, a base de intentar apoderarse de todas las instituciones teóricamente independientes del sistema (fiscalía, judicatura, CIS, Banco de España, incluso la corona) es este gobierno Frankenstein, que evidencia así su vocación totalitaria. Decir que VOX impugna el sistema (sin aportar prueba alguna) mientras al parecer le parece a Ud. maravilloso lo que hace este gobierno es obsceno, Sr. San Miguel.