Si queremos continuar leyendo los periódicos cada día, hay que tener un gran sentido del humor. Si queremos ver cómo las noticias se llenan de insultos e improperios entre líderes políticas de cada bando, hay que mantener el humor. Si pretendemos continuar escuchando estrategias discursivas que sólo buscan desgastar al adversario en lugar de pensar en el ciudadano que paga impuestos, hay que cultivar el humor. Si no, va a ser difícil, muy difícil que el ciudadano pueda seguir consumiendo esta crispación de la que tanto se habla, llamada por determinada clase política el lodo o el fango, en la que nos tienen inmersos.
El humor es el arma más a mano para evitar deprimirnos ante semejante cenagal. En Grecia, se creía que el cuerpo humano cuenta con cuatro líquidos a los que denominaba “humores”. Estas sustancias se relacionaban con los cuatro elementos: la sangre con el aire; la bilis amarilla con el fuego; la bilis negra con la tierra y la flema con el agua. Para tener una mente sana y un cuerpo saludable se debían mantener todos los “humores” equilibrados. De este modo, cuando alguien lograba la armonía entre estas sustancias se decía que se encontraba de “buen humor”. Aquel que estaba de “mal humor”, estaba tiranizado por algunos de estos líquidos. De hecho, muchas palabras de nuestro vocabulario proceden de la teoría de los cuatro humores.
Coléricos y flemáticos
De la “bilis negra” derivan los momentos en los que predomina el pesimismo o la tristeza, de ahí la denominación de “humor negro”, el que se ríe de las desgracias ajenas. En griego antiguo, el negro era “melanos”, y bilis hacía referencia a “kholé”. Aquel que se sentía dominado por la “bilis negra” era un “melancólico”. En quien prevalecía la "bilis roja" aparecía el “colérico”; de la “bilis amarilla” derivó la “amargura” y, por último, a los que tenían flema se les consideraban personas poco activas. Por ello, a las personas que se alteran poco y siempre mantienen la compostura se les denomina “flemáticos”.
Para no convertirse en un pesimista, melancólico, con momentos coléricos porque en el fondo está lleno de amargura, por mucho que intenta mantener la compostura con su carácter flemático hay que cultivar y mantener en la medida de lo posible el “buen humor”. De esa manera, no sólo esbozaremos sonrisas, que siempre son saludables para el espíritu, sino que mantendremos en perfecto equilibrio los fluidos corporales que nos gobiernan.
No reían nunca
Cuenta Milan Kundera, en su Arte de la novela, que el escritor, médico y humanista François Rabelais inventó un neologismo en la lengua francesa, para describir a una persona que no se ríe. Se trata de la palabra “agelasto”. En castellano, dicho término se puede encontrar en el Diccionario Histórico de la Lengua Española (1960-1966). En una de sus acepciones, con referencia al año 1736 se afirma que "los Antiguos decían que los que entraban en la encantada cueva de Trophonio, nunca reían después".
Sea fruto de la cueva o por invención de Rabelais, los agelastos no reían nunca, no tenían ningún sentido del humor. El escritor les temía, se quejaba de que fueran tan atroces contra él, hasta el punto de que pensó no volver a escribir más para no sufrir sus humillaciones. El que no se ríe, como argumenta Kundera, es el que cree que hay una sola verdad única e indivisible. Para el agelasto, la verdad es clara e indubitable. Nada ni nadie puede ir contra su verdad, de ahí que no tenga ganas ni hábito de buscar la menor sonrisa o el buen humor. Todo su esfuerzo y entrega van destinados a defender la pureza y virtud de la verdad que él posee. Hoy en día, los agelastos están encarnados por los fanáticos de todas las religiones e ideologías, encargados a su ardua tarea de no dejar pasar la más mínima duda o contradicción entre sus muros.
Para Kundera, la literatura y, concretamente la novela, es el territorio donde nadie posee la verdad. En ella, todos los personajes tienen derecho a ser comprendidos. La política tiene otra lógica. Cada partido parece tener sus verdades, mejor dicho, sus relatos. Decía recientemente el filósofo Jorge Freire, en una entrevista en Abc, que la desafección política “se debe a que los ciudadanos se han dado cuenta, no tanto de que los políticos mienten, que es una cosa que se remonta a la noche de los tiempos, sino que los políticos han dejado de creer en la verdad”. Totalmente de acuerdo, la mentira forma parte del ADN de la política desde que el mundo es mundo, de eso no hay duda. Saben que no necesitan defender su verdad, sino parecer que la tienen y que la defienden. Ahora se intenta hacer política con relatos donde la verdad es humo y es ahí, en el vacío, donde sólo quedan los insultos, las palabras malsonantes y los improperios. El “mal humor” nos representa y, por el momento, poco se hace para remediarlo.