Opinión

Esperando al nuevo Prigozhin

Que Yevgeny Prigozhin se hallaba en una situación comprometida era algo indudable. Este magnate de rostro similar al de un bulldog

  • Prigozhin durante su anuncio de conquista de Rostov -

Que Yevgeny Prigozhin se hallaba en una situación comprometida era algo indudable. Este magnate de rostro similar al de un bulldog -carrillos caídos y abultados, calva monda, orejas notables y ojillos semicerrados en un gesto de eterna suspicacia- no era otro que el todopoderoso líder de la compañía mercenaria Wagner, brazo armado del Kremlin; pero sus relaciones con Moscú se habían aguado considerablemente tras reñir con los mandos militares en junio y enviar una columna acorazada a abrirse paso a tiros hacia la capital. El motín en cuestión se vio abortado en el último momento: según la Inteligencia exterior británica, Prigozhin pactó una retirada a tiempo.

A cambio, Prigozhin se mantendría con vida y en libertad. Al menos, hasta el día 23 de agosto. Fue entonces cuando el jet privado en el que volaba desde Moscú a San Petersburgo se desplomó desde los cielos, estrellándose sobre la campiña verdosa cerca de la idílica población de Kuzhenkino. Su muerte no ha sido confirmada en el momento de escribir estas líneas, pero el presidente Putin ha aparecido públicamente para hablar del jefe de los mercenarios, y lo ha hecho en un inequívoco tiempo pretérito.

Una larga lista de liquidaciones

Los accidentes aéreos son siempre una posibilidad verosímil pero, en la Rusia de Vladimir Putin, el patrón es más que evidente: Prigozhin ha sido el último de una larguísima lista de adversarios del presidente en desaparecer del mapa de manera algo abrupta. Desde oligarcas como Boris Berezovsky, que apareció muerto en su refugio londinense en circunstancias cuestionables, hasta Mikhail Khodorkovsky, que pasó diez años en una cárcel rusa; pasando Alexandr Litvinenko, ex-espía del FSB ruso (la agencia sucesora de la KGB soviética), que tuvo la mala idea de ingerir una taza de té que sus antiguos camaradas habían aliñado con un isótopo radioactivo, o la periodista crítica Anna Politkovskaya, asesinada por un profesional dentro de su ascensor. La lista es abultada e incluye nombres célebres, como el líder opositor Boris Nemtsov, que fue acribillado a tiros desde un coche cerca del propio Kremlin, días antes de liderar una marcha de opositores al Gobierno.

Ahora bien, aquellos que pintan un retrato de Putin como zar homicida y caprichoso, repartiendo muerte a todo el que le disguste o antagonice, yerran por completo. El jerarca, aun estando envejecido, retiene una dosis salvaje de racionalidad implacable; la misma que le guiaba cuando militaba, en su día, en las filas de la KGB. Para entrar en su macabra lista de Santa Claus, el objetivo ha de cumplir uno o más de los siguientes supuestos. O bien tener la capacidad de difusión suficiente como para poder cuestionar eficazmente el relato del Kremlin (Anna Politkovskaya revelaba los desastres de la guerra de Chechenia, y Boris Nemtsov buscaba demostrar la complicidad de Rusia con los rebeldes separatistas ucranianos, que por entonces negaba Moscú), o bien haber desertado para contactar con la Inteligencia occidental (caso de Litvinenko) o bien rivalizar en popularidad (como Nemtsov) o en posición (como los oligarcas represaliados) con el propio presidente Putin.

Yevgeny Prigozhin daba el perfil, desde luego: era inmensamente popular, criticaba al estamento militar ruso y había mostrado su deslealtad con aquella revuelta abortiva. Más allá de las elucubraciones, no obstante, los datos técnicos del accidente mostraban detalles ciertamente inquietantes.

La trayectoria y el fuselaje

La página Flightradar24, famosa por proveer datos en tiempo real de los vuelos que surcan los cielos del mundo entero, ha publicado que el jet Embraer Legacy 600 alcanzó en su último viaje una altitud de 8500 metros, la mantuvo sin problemas durante nueve minutos y, súbitamente, sufrió un evento catastrófico que le hizo ascender y descender rápidamente durante doce segundos y luego caer como un pájaro herido (y humeante, según imágenes de vídeo no verificadas) hasta estallar contra el suelo. “Los aviones no suelen caer directamente de los cielos”, diría Ian Williams, vicedirector del Missile Defense Project dentro del Center for Strategic and International Studies, “a no ser que haya habido algo que frene su inercia hacia delante.” Era revelador, también, el hecho de que los restos del aparato hubieran quedado esparcidos a lo largo de un espacio de más de tres kilómetros; un área excesivamente grande a no ser que algo hubiera resquebrajado previamente el fuselaje del avión en el aire.

Por este motivo, la teoría principal que maneja la Inteligencia americana es la de una bomba a bordo. A pesar de lo que han dicho algunos opositores al Kremlin, el disparo de un misil tierra-aire queda descartado: los satélites americanos, como han confirmado fuentes anónimas, no detectaron en ningún momento la señal de un lanzamiento.

Moscú ha anunciado que investigará el asunto con seriedad, aunque ya dijo lo mismo en otros casos de disidentes asesinados. El presidente americano Joe Biden, por su parte, resumió la situación con cautela. “No hay muchas cosas que ocurran en Rusia en las que Putin no esté metido”, respondió a los periodistas, “pero no tengo la suficiente información como para saber la respuesta.”

De los perritos calientes al subfusil

La historia de Prigozhin podría inspirar cualquier guión de un film de Rise and Fall, de “ascenso y caída.” Prigozhin había nacido en el Leningrado de los sesenta (actual San Petersburgo), hijo de una madre que trabajaba en un hospital y de un padre que murió demasiado pronto, y había sido enviado a una academia deportiva; pero no pudiendo superar las pruebas, no tardó en juntarse con una tropilla de amigos poco recomendables. A los 18 años, sus actividades nocturnas podían consistir en acercarse junto con tres colegas a una mujer por la calle y distraerla pidiéndole un cigarrillo. Prigozhin, entonces, la estrangularía por detrás hasta hacerle perder el conocimiento y la pandilla escapaba con los zapatos y los pendientes de la víctima. Esto ocurrió en marzo de 1980, y las autoridades premiaron este tipo de fechorías condenando al joven a 13 años dentro de un Gulag.

Prigozhin fue liberado en 1990, a tiempo de ver como la Unión Soviética, más bien osteoporósica, terminaba de implotar. Los nuevos aires capitalistas pronto le impulsaron en sus altos vuelos: junto con su madre y su padrastro, Prigozhin montó un puesto de perritos calientes que resultó inmensamente lucrativo. El joven mezclaba la mostaza en la cocina de su casa, pero anhelaba ascender por una de las escaleras sociales que se erguían por doquier en la nueva Rusia. Era bueno haciéndose amigo de personas más poderosas que él, y pronto se hizo con una cadena de supermercados. Para 1995, abrió su primer restaurante, atrayendo al público con strippers en un primer momento, y luego despidiéndolas para centrarse en su faceta más culinaria. Este halo de sofisticación gourmet funcionó bien en una sociedad que acababa de descubrir los placeres de la buena gastronomía (o el esnobismo y la ostentación que los acompañaba) y el local pronto se llenó de empresarios y estrellas del pop, recibiendo incluso la visita habitual del alcalde de la ciudad, Anatoly Sobchak. El alcalde venía acompañado ocasionalmente de su lugarteniente: un antiguo operativo de la KGB llamado Vladimir Putin.

Idilio con el Kremlin

Prigozhin era un jefe eficaz, estricto y rudo, pero podía activar una dosis considerable de encanto para seducir a sus clientes más poderosos, llegando a servirles en persona. Putin, que logró ascender a la presidencia a partir de 1999, aprendió que este hombre sabía sacar adelante un negocio (limpio o no) y, ante todo, que era un hombre servicial. Ambas cosas eran necesarias para que Prigozhin recibiera nuevos encargos; en esta ocasión, muy alejados de la hostelería.

Aunque seguía acumulando cada vez más contratos gubernamentales en el terreno de la alimentación, Prigozhin abrió en 2013 la “Agencia de Investigación de Internet”, eufemismo tras el que se ocultaba una granja de trolls (peones online) que sería acusada por el FBI de interferir en las elecciones norteamericanas del 2016. Prigozhin no se molestó en negarlo. “Hemos interferido, interferimos e interferiremos”, declaró con bravuconería seis años después.

Para entonces, sin embargo, su gran proyecto ya había despegado. En 2013, precisamente, el Kremlin había empezado a experimentar con mercenarios privados (prohibidos por la Constitución, irónicamente) para actuar en conflictos donde quisiera negar posteriormente su implicación; mercenarios que, al final del día, primaban su lealtad al Kremlin por encima de cualquier contrato privado. La táctica fue estrenada en Siria con poco éxito y, para el año siguiente, se ensayó en el revoltoso oriente ucraniano. Fue allí, precisamente, donde nació una compañía en 2014 -el “grupo Wagner”- cuyo núcleo estaba formado por unidades del GRU, la Inteligencia militar, que a su vez le proporcionaba entrenamiento desde la base de Mokilno, en Krasnodar.

El proyecto, aparentemente, pudo haber sido idea del propio Prigozhin antes que del GRU: en la Rusia de Putin, resulta habitual que el prohombre de turno le proponga su idea al líder con la esperanza de obtener su beneplácito. En todo caso, el grupo Wagner comenzó a realizar operaciones de guerrilla en Ucrania, antes de entrar en combate como una unidad militar más en 2015. Para el verano del 2023, antes del motín, la compañía tenía 50.000 soldados luchando allí (una cantidad inmensa, muy por encima de cualquier otro grupo mercenario), y lograba frenar las contraofensivas ucranianas a base de enviar mareas humanas de presos armados para sondear los puntos débiles del enemigo en verdaderas avalanchas suicidas.

Bloque prorruso

El Kremlin también le había asignado a la Wagner operaciones en los países del Sahel africano que -golpe de Estado mediante- se habían unido al bloque prorruso. Moscú podía así negar toda veleidad imperialista, aunque no dejaba de llamar la atención que los mercenarios extrajeran oro, madera e hidrocarburos del territorio (quedándose la Wagner con una parte) para acolchar el impacto de las sanciones internacionales sobre Rusia. En 2018, tres periodistas rusos que viajaron a la República Centroafricana para investigar estas alegaciones fueron baleados en una emboscada bien organizada. Las autoridades hablaron de bandidos; pero nada les había sido sustraído.

En Occidente, un puñado de analistas presagiaba grandes convulsiones en Ucrania o África si Prigozhin desaparecía. Nada más lejos de la realidad

Prigozhin, a todo esto, se mantenía en la sombra, dejando que el protagonismo recayera sobre el comandante Dimitri Utkin, antiguo operativo del GRU. Pero en septiembre del 2022, envalentonado por sus éxitos, se decidió a revelar su posición de liderazgo. Y en un exceso de confianza, comenzó a asomar la cabeza más de lo que debía. A pesar de seguir alabando a Putin, lanzaba vídeos insultando a viva voz a los altos mandos por su ineptitud, llamando a mandarlos al frente “descalzos y con metralletas.” Cuando el Ministerio de Defensa, este mismo verano, trató de obligar a los mercenarios a firmar sus contratos directamente con la institución, Prigozhin se insubordinó, dando lugar al motín; el momento fatídico que marcaría el inicio de su descenso a los infiernos.

El ángel caído

Fue un descenso gradual y guionizado, típico de las políticas internas del Kremlin. A pesar de las recientes afirmaciones de Prigozhin en las que anunciaba seguir sirviendo a Rusia en África, su imperio empresarial estaba siendo despiezado por las autoridades; y las armas, requisadas a fin de debilitar a sus seguidores. Las operaciones en Ucrania parecieron suspenderse. La mansión de Prigozhin en San Petersburgo apareció en televisión, repleta, en teoría, de dinero, armas, pasaportes y quizá drogas. Su antigua popularidad se escurría por el sumidero. Putin dio una entrevista en la que declaraba haberse reunido por espacio de tres horas con él y otros líderes del grupo, habiéndoles excusado por “haberse dejado arrastrar” al motín, señalando a Prigozhin y sugiriendo un cambio de liderazgo; tentándoles a su vez con la opción de continuar combatiendo dentro del ejército. Los zancos que en otro tiempo elevaban a Prigozhin no eran ya más que muletas temblorosas.

El 23 de julio, el siniestro aéreo transformó aquella caída metafórica en una literal. No sólo liquidó a Prigozhin sino también al líder nominal del grupo, Dimitri Utkin, que había cometido el error de mantenerse fiel a su jefe. La Wagner, de esta manera, quedó descabezada, y Putin, como el judoka que fue en su día, demostró saber medir los tiempos de un buen contraataque.

En Occidente, un puñado de analistas presagiaba grandes convulsiones en Ucrania o África si Prigozhin desaparecía. Nada más lejos de la realidad. La contraofensiva ucraniana no ha logrado sus objetivos y, en las lejanas arenas del Sahel, un asesor del presidente de la República Centroafricana, al tiempo que calificaba de héroe nacional al difunto líder mercenario, se resignaba a acomodarse al ritmo de las virulentas convulsiones kremlinianas. “Habrá otro Prigozhin”, afirmó con convicción. “Estamos esperando al siguiente.”

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