Donald Trump ha hecho de la provocación un método tanto en su etapa empresarial como ahora como ocupante del Despacho Oval. Henchido de prepotencia, confía en amedrentar a sus oponentes multiplicando las bravatas, ganar la admiración de sus simpatizantes a base de exhibir fuerza bruta e imponer sus reglas de juego a los demás. La encendida guerra comercial que ha emprendido contra China, la Unión Europea y los países del NAFTA sigue su tónica habitual, vocifera a ver si asusta, si no lo consigue con las bravuconadas, golpea, y continúa el crescendo hasta que el aliado o el adversario cede. Esta técnica es también la que está utilizando en el seno de la OTAN para obligar a los socios de la Alianza a aumentar su contribución a su sostenimiento.
Primero amenazó con aranceles a la importación de acero y aluminio, después los estableció, siguió con gravámenes a la importación de productos chinos por valor de 35.000 millones de dólares, elevó la apuesta a 100.000 y, ya lanzado, ha encargado al Departamento de Comercio que estudie nuevas cargas hasta alcanzar los 400.000 millones. En cuanto a la UE, maneja una cifra de 350.000 millones de dólares de bienes importados a los que imponer tarifas. Canadá y Méjico no se han librado, por supuesto, de su furia por levantar barreras arancelarias. Se calcula que si esta escalada mundial no se frena, podría alcanzar pronto un billón de dólares, es decir, el 6% del comercio mundial. Ante un posible escenario de caída del crecimiento global como consecuencia de esta resurrección del proteccionismo, China, Europa y otras áreas exportadoras han de ponderar cuidadosamente cual ha de ser la respuesta más inteligente a la ofensiva del magnate estadounidense que más que líder de Occidente parece preferir ser su verdugo económico.
Nadie razonable y correctamente informado pone en duda hoy en día que el libre comercio global genera muchos más ganadores que perdedores en el conjunto del planeta. Los tiempos en los que favorecer a las empresas propias poniendo obstáculos a las extranjeras era un recurso aceptado han pasado a mejor vida y es una evidencia que los posibles beneficios del proteccionismo son muy inferiores a los perjuicios que genera.
Nadie correctamente informado pone en duda hoy en día que el libre comercio global genera muchos más ganadores que perdedores en el conjunto del planeta
Desde esta perspectiva, la Unión Europa y las demás regiones económicas afectadas por la política comercial de la Administración Trump han de elegir entre coger el guante que se les lanza desde Washington y responder a cada nuevo impuesto a la importación con medidas análogas de igual magnitud o utilizar la técnica de que dos no se pelean si uno no quiere. Por un lado, si desean ser fieles a sus principios y sujetarse al Derecho Internacional pueden llevar los contenciosos con Estados Unidos a la OMC y no actuar en represalia hasta obtener su aprobación en aplicación de sus normas. Por otro, pueden renunciar a introducir barreras bilaterales frente a su tosco agresor o a ajustar en algunos sectores en los que exista un cierto desequilibrio -por ejemplo, el automovilístico- las condiciones de reciprocidad.
Europa y China son dos mercados lo suficientemente vastos y potentes como para permitirse el lujo de la autocontención en su enfrentamiento comercial con Trump. De esta forma, se le priva del argumento de los supuestos abusos que el resto del mundo comete con Estados Unidos y no se desaprovechan las ventajas de la apertura, al tiempo que se minimiza el impacto de las restricciones implantadas por la primera democracia del globo. Al fin y al cabo, la Unión Europea dispone de instrumentos mucho más eficaces que el obsoleto proteccionismo para combatir el elevado desempleo de algunos Estados Miembros, España entre ellos. La mejora de la competitividad, la eliminación de rigideces en el mercado laboral y una mayor calidad de la educación son las tareas pendientes en el Sur de nuestro continente y en nada ayudaría, sino al contrario, el caer en la tentación proteccionista.
Además, Trump está expuesto a pegarse un tiro en el pie en su obsesión por complacer a su electorado ansioso de populismo debido al riesgo de que al final la preferencia por las empresas industriales clásicas de escaso valor añadido frente a las de alta tecnología y la pérdida de mercados exteriores acabe generando efectos negativos sobre la ocupación y los salarios que vuelven en su contra a los que le auparon al poder. Un mandato presidencial tan plagado de polémicas, con la hostilidad de una parte significativa del que en teoría es su partido, de las elites académicas e intelectuales, del Silicon Valley y de grandes corporaciones que en principio le apoyaron pero que ya empiezan a sufrir el daño de sus excesos proteccionistas, no tiene demasiadas probabilidades de reelección. Los europeos no debemos ponernos nerviosos ni actuar reactivamente ante un personaje que seguramente no tardará en ser tan sólo un paréntesis abrupto en la marcha imparable de la globalización.