No hay ninguna certeza de que el año recién estrenado vaya a ser mejor que el que hemos dejado atrás. Es más, en términos políticos podría ser aún peor de seguir instalados en la apatía regeneradora y en la parsimonia reformista que han caracterizado la gestión de los sucesivos gobiernos de Mariano Rajoy. La severidad de la crisis financiera, agravada en España por el insensato negacionismo de Rodríguez Zapatero, fue la coartada perfecta para posponer cualquier iniciativa renovadora, desaprovechando la holgada mayoría absoluta de la que el Partido Popular disfrutó en la primera legislatura del marianismo.
Ciertamente, los demoledores efectos de la crisis, cuyo reflejo más dramático fue una explosiva destrucción del empleo, aconsejaban concentrar la mayor parte de las energías en detener el espeluznante deterioro de todas las variables económicas que determinan la calidad de vida de un país. Cierto también que a Rajoy y a su equipo económico debe reconocérseles un notable éxito en esa tarea y en la posterior, y más determinante, de fijar las bases imprescindibles para la recuperación.
Ha sido sin duda el adecuado manejo de la macroeconomía el mayor activo político del Gobierno; el que le ha permitido llegar hasta aquí a pesar de las dificultades. Y también, gracias sin duda a la debilidad de la oposición, el factor que le ha protegido contra un mayor desgaste. En 2015 y en 2016, muchos españoles decidieron taparse la nariz frente a la corrupción sistémica del PP para darle a este partido una nueva oportunidad. Prefirieron seguridad y estabilidad a cambio y regeneración. En parte por miedo al rebrote de las turbulencias económicas; y sobre todo, porque en ninguno de los otros partidos en liza, especialmente en un PSOE abierto en canal, vieron una alternativa clara de gobierno.
Trampas en el solitario
El presidente del Gobierno es el empleado del Estado que en menor medida debiera transigir con esa costumbre tan española de hacerse trampas en el solitario. Rajoy sabe mejor que nadie que en circunstancias normales, sin el pánico desatado por la crisis y el golpe del independentismo catalán, las posibilidades de que hoy no estuviera donde está se habrían multiplicado de forma exponencial. Porque lo paradójico es que, de no haberse producido estas inusuales contingencias, ni Rajoy, ni ningún otro dirigente, hubieran podido resistir el extraordinario deterioro de la credibilidad de un partido cercado por las múltiples investigaciones policiales y judiciales que asocian al PP con la corrupción más metódica e institucionalizada de las conocidas desde que se restauró la democracia en España.
Crisis e independentismo han sido los mejores aliados del presidente del Gobierno. Pero eso se ha acabado. La crisis económica y la posterior recuperación están electoralmente amortizadas. Las elecciones del 21 de diciembre en Cataluña son el primer aviso serio de que eso es así; de que para muchos españoles el miedo ha dejado de ser un factor determinante a la hora de plantearse sus preferencias políticas. Y lo más preocupante para el PP: Cataluña ha consagrado a Ciudadanos como recambio viable. El partido de Albert Rivera ha sabido blandir como ningún otro la bandera de las reformas regeneradoras con la que se identifican importantes sectores de la sociedad española, al margen de su inclinación ideológica. De no cambiar mucho las cosas, Ciudadanos estará en condiciones de discutir en las próximas elecciones generales la supremacía del PP en el centro-derecha. Porque, lo más probable, es que lo que en ese momento tenga enfrente sea un partido esclerotizado y un gobierno sin alma ni iniciativa; un gobierno de corto alcance cuyo oxígeno le viene principalmente suministrado por las contradicciones y errores de los demás.
Cataluña como coartada
Un gobierno dividido en el que el presidente consiente un enfrentamiento tan poco edificante y autodestructivo como el que alimentan, vox populi, la número dos del Ejecutivo, Soraya Sáenz de Santamaría, y la número dos del partido y ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal; un gobierno del que el ministro de Economía, Luis de Guindos, lleva dos años intentando escaparse; un gobierno en el que el titular de Exteriores está peleado con la política y parece no haber salido de la Escuela Diplomática, el de Interior es de una impericia alarmante -en el palco del Sánchez-Pizjuán mientras centenares de automovilistas tuvieron que pasar la noche en la AP-6-, y la de Sanidad, centrada como ha estado en Cataluña, no se ocupa de la Sanidad; y el resto, acomodado en la inercia de un equipo en el que la iniciativa no está del todo bien vista, a excepción hecha del ya citado Luis de Guindos y los responsables de Hacienda y Trabajo, poca cosa tiene que decir.
Mariano Rajoy pastorea, más que dirige, un grupo mal avenido, a cuyos componentes da la impresión de valorar más por lo que callan que por lo que hacen, y cuya remodelación debiera ser urgente, aunque solo fuera por respeto a sí mismo y por consideración hacia los españoles que aún pensamos, quizá ingenuamente, que en un Gobierno han de estar los mejores, y no los más silentes y sumisos. La comparación entre las circunstancias en las que Rajoy se puso a los mandos del país y la situación actual, debiera llevarnos a la conclusión de que el gallego ha sido y es un gobernante de mérito, y nadie debería negarle la cualidad nada desdeñable de la resistencia. Pero su tiempo ha pasado. A la España de hoy no le basta con un gestor sensato. Necesita un líder en el más amplio sentido del término. Alguien sin ataduras, capaz de romper con el pasado, alguien sin miedo a levantar las alfombras ni a convertir a su partido en un verdadero instrumento al servicio de los ciudadanos, y no sólo en un centro de reparto del poder.
Y ese alguien ya no puede ser Mariano Rajoy. Nadie pide al presidente que haga mañana las maletas, pero sí que abra de una vez un proceso de renovación real; que no alimente la tesis de que después de él, el caos; que no utilice a Cataluña como coartada para seguir instalado en la pasividad.