El debate del lunes, único de esta campaña formalmente corta pero interminable, embarullada y cansina, no lo ganó nadie. Al menos con la claridad necesaria para proclamar, sin asomo de duda, un vencedor. No lo ganó nadie y lo perdió uno. Fue un debate triste y previsible, en el que los contendientes salieron con la ambición rendida de antemano. Se trataba de no perder. Y, a excepción de uno, no perdieron. Perdimos los demás.
Ni un resquicio a la esperanza. Ni una concesión a la generosidad. Ni el menor vestigio de que tras el domingo se pueda consolidar un acuerdo de gobierno aceptable. Solo Pablo Iglesias se mostró abierto a explorar de nuevo la posibilidad de conformar una mayoría progresista. Hasta ahí bien. El problema es cuando aclaró -mejor dicho, confirmó- qué entiende él por progresista. El programa de Unidas Podemos es una línea recta hacia la quiebra. Gasto, gasto y más gasto; solo asumible en situaciones de exuberante bonanza. Échenle un vistazo y verán.
Las cuentas no salen de ninguna manera, salvo que lo que se esté ocultando sea la intención de masacrar a impuestos a la clase media. Y, por si este no fuera argumento suficiente, añadamos que no hay gobierno “progresista” que valga sin abrirle la puerta al independentismo. Salvo morrocotuda sorpresa, la apuesta de Iglesias es hoy por hoy difícil de asumir por nadie. Y con la deuda pública que arrastramos, aún menos por Bruselas. Inviable.
Abascal se beneficia de la huidiza relación que tienen los demás con la realidad, incapaces de dar oportuna réplica a sus peligrosas propuestas
Como inviables, por irreales y peligrosas, son la mayor parte de las ideas troncales del discurso de Santiago Abascal. Seamos sinceros: a muchas personas, incluso a no pocas que nunca le votarán, les gusta la música que interpreta el líder de Vox. Sobre todo conectan con él cuando clama contra lo que califica el despilfarro de las autonomías. Mala cosa que siendo este uno de los argumentos que recoge un mayor número de adhesiones ciudadanas, se haya convertido en bandera casi exclusiva de la derecha extrema.
De hecho, Abascal se beneficia en buena medida de la huidiza relación que tienen los demás con la realidad, incapaces por ello de dar oportuna réplica a sus peligrosas propuestas. El problema es que si Vox alcanzara un día el poder, la crisis de convivencia se extendería fuera de Cataluña, la confrontación territorial aumentaría, en lugar de disminuir, y la inestabilidad política sería aún mayor. Con Vox on fire, todo es susceptible de empeorar. Ocurre, sin embargo, que el mérito no corresponde sólo a Abascal y su alegre muchachada. La creciente desconfianza en políticos e instituciones beneficia a los populismos y a las opciones más radicales y, de seguir en esta dinámica, no es descartable un escenario peor que el actual.
Vox y Cs, vasos comunicantes
Pero, ¿a qué se debe este auge de Vox cuando no hace mucho parecía en caída libre? A mi juicio, hay dos razones fundamentales. La primera la ha descrito con elocuente sencillez la periodista y filósofa alemana Carolin Emcke, autora de “Contra el odio” (Taurus): “La extrema derecha tiene una utopía. Es regresiva, pero es utopía. Ni los socialdemócratas ni los conservadores la tienen”. La segunda está directamente relacionada con el hundimiento de Ciudadanos tras su último viraje, esta vez a un centro que, tras la derechización de Albert Rivera, ya se ha encargado de bloquear Pablo Casado.
A Cs la estrategia de su máximo dirigente le ha dejado sin opciones de pintar algo en el futuro inmediato de este país, hipótesis que se encargó de consolidar Rivera con su actuación del lunes. Efectivamente, nadie ganó el debate a cinco, pero sí hubo uno que lo perdió con claridad. Rivera, con esa pose impostada de vendedor de crecepelo que alguien le ha diseñado, desaprovechó la penúltima oportunidad de recuperar lo perdido. Y lo peor -ya se ha dicho hasta la saciedad, pero merece que se lo recordemos a diario-, es que con su más que previsible fracaso se esfuma la única opción que este país ha tenido en mucho tiempo de contar con un gobierno estable.
Y así andamos, atrapados entre dos polos contrapuestos e inviables, pendientes de un resultado que se vislumbra entre impracticable y dramático, y con la sola esperanza de que los dos dirigentes que pueden arreglar esto se pongan manos a la obra en el minuto siguiente a conocerse el recuento. Gran coalición, pacto de Estado, acuerdo de gobernabilidad… Póngasele el nombre que más se ajuste a la profundidad del compromiso, pero asúmase un compromiso con los españoles. El “no es no” ya no es una opción. Ni para Sánchez ni para Casado.
Si Sánchez y Casado no exploran en serio un acuerdo de gobierno debieran quedar definitivamente inhabilitados para dirigir el país
Sólo hay una alternativa sensata a los 180 escaños que hubieran sumado PSOE y Ciudadanos: los más de 200 en los que, después del 10-N, se podría apoyar un Gobierno respaldado por socialistas y populares. Siquiera de forma temporal. Para afrontar la situación crítica que en lo político y (ya casi) en lo económico atraviesa el país. No, el no acuerdo no es una opción.
Pablo Casado se ha ganado el derecho a liderar el PP, pero si no pone de su parte todo lo necesario para desbloquear la situación y se enreda en el juego táctico de la apariencia, buscando ganar la próxima ronda, puede pasar a la historia como Pablo el breve. Y Pedro Sánchez, a estas alturas, ya debe saber que la estrategia de gobernar a golpe de efecto, modificando a diario el criterio según la dirección del viento, ya no tiene recorrido.
Cataluña, economía, Europa, inmigración, política educativa, pensiones, empleo… Casi doce millones de españoles votaron en abril a PSOE y PP (dieciséis millones si sumamos a Ciudadanos). La mayoría quiere un gobierno que afronte los problemas reales. Si el domingo la única salida es un pacto entre los dos grandes partidos de la democracia, estoy seguro de que, en estas circunstancias excepcionales, solo una parte de las respectivas militancias (no confundir con los votantes) cuestionaría un acuerdo de mínimos que desbloqueara la situación e impidiera el descomunal ridículo de una nueva llamada electoral.
Esperemos que Sánchez y Casado también lo entiendan así, porque de otro modo debieran quedar definitivamente inhabilitados para dirigir el país.