Frances Stonor Saunders (¿Quién pagó al flautista? La CIA y la guerra fría cultural) demostró que en plena guerra fría la CIA (con la colaboración de los servicios secretos británicos), y para hacer frente a la oferta cultural comunista, no solo publicó y tradujo a autores conocidos que seguían la línea preferida por los Estados Unidos (incluida la línea socialdemócrata no comunista), sino que patrocinó el arte abstracto para contrarrestar el arte con algún contenido social. Lo mismo o parecido hizo el KGB. Era la guerra fría, algunos dirán, pero, ¿no ocurre algo parecido en la actualidad? Aunque el número de conflictos armados entre naciones pueda haber disminuido (sin contabilizar el terrorismo), la guerra de propaganda es permanente. Si la guerra convencional comienza en la frontera de un país y acaba en la puerta de nuestras casas, la guerra de propaganda no conoce límites físicos: entra en nuestra mente y en el inconsciente de nuestros vecinos, hijos y potenciales clientes o visitantes. Cada país defiende su reputación y ataca la de sus adversarios, aunque solo sean económicos y culturales, pues en un mundo globalizado cada nación compite también en prestigio, la antesala de un buen marketing para sus productos y empresas.
Muchos de los libros de texto de la mayoría de los Estados norteamericanos denigran el Imperio español mientras ensalzan al británico
El refrán norteamericano “quien paga al flautista tiene derecho a escoger la melodía” sigue en vigor en la actualidad. Hollywood continúa siendo el mejor Ministerio de Cultura de Estados Unidos…, y de Gran Bretaña, pues lo que defiende en multitud de películas no es solo una forma de vida sino el modelo cultural anglosajón. Por ejemplo, si uno ve la serie “Empire” de History Channe’, canal de propaganda mundial, el Imperio español pareciera no haber existido. Esta colaboración estrecha entre antigua colonia y metrópoli para la defensa de un interés común, no se da sin embargo en el lado “hispano” donde sucede justamente lo contrario. Basta comparar, por ejemplo, el planteamiento de películas como ”Oro” (2017) o la serie de TV “La peste”, con variedad de películas y series sobre reinas, reyes y gobernantes británicos (Enrique VIII, Isabel I, Victoria, Jorge VI, Churchill, Isabel II, la famosa The Crown). Incluso en los casos en los que nos ponemos a promocionar nuestra épica (e,g, película “Zona hostil” (2017) y series sobre Isabel la Católica y Carlos I en España), se trata de casos aislados, sin duda muy meritorios, pero que no pueden competir en enfoque, presupuesto, técnicas de propagada subliminal y promoción.
Mientras los demás utilizan todos sus medios disponibles para engrandecer su Historia (mintiendo si es necesario y escondiendo sus errores y horrores) y, llegado el caso, denigrando la de los demás, en España no solo tenemos muy pocas películas sobre nuestras hazañas históricas, incluyendo las derrotas dignas y valerosas, sino que cuando nos ponemos a ello las utilizamos a menudo para tirar piedras contra nuestro tejado. Compárese cómo se transforma una derrota en una victoria moral enfocándose en los gestos de heroísmo reales o inventados (“Dunkerque”, 2017, de producción anglo-americana, con presupuesto de 100 millones de dólares) o hacer algo muy distinto teniendo mejores motivos: “1898. Los últimos de Filipinas”, 2016, con 6 millones € de presupuesto que describe el sitio de Baler, una hazaña que honran todavía hoy los propios filipinos.
Relato histórico y mercadotecnia
La mayor gesta militar en defensa de Europa fue la resistencia heroica de Castelnuovo en 1539 por el Tercio viejo de Francisco de Sarmiento. ¿Cuántas películas, documentales si hubiesen sido ingleses o franceses? Pero es más, en los países de habla inglesa es habitual por ejemplo, tanto en teatro como en cine, presentar a Catalina de Aragón, primera mujer de Enrique VIII, como una mujer morena de aspecto árabe (prototipo de la “mediterránea”), cuando ésta era pelirroja y de tez muy blanca, mientras que Ana Bolena (la supuesta inglesa e pura cepa) tenía los ojos y pelo negros. ¿Lo denunciamos? No. Imagínense si fuera al revés.
Un ámbito específico y especialmente grave donde pervive la leyenda negra es el de la escuela. P.W. Powell ya destacó en 1971 cómo los libros de texto de la mayoría de los estados norteamericanos denigraban al Imperio español mientras ensalzaban al británico sobre la base de ejemplos y argumentos falsarios. Todavía hoy, los niños holandeses aprenden lo terribles que eran los españoles y el ogro del Duque de Alba, pero ni una mala palabra contra los ingleses que les robaron su Imperio. Ni siquiera el paso del nazismo por este territorio ha sido capaz de borrar del todo esa imagen anti-española. En la escuela primaria de Gran Bretaña se adorna la leyenda de su “gran” victoria sobre la Armada invencible, presentando una poderosa flota española mucho más numerosa de lo que fue, vencida por un puñado de heroicos navíos tripulados por audaces patriotas. Se oculta así que la flota inglesa era de doscientas veintiséis naves (226) frente a las ciento treinta y siete (137) españolas, de las cuales la mayoría eran además barcos mercantes, ignorando que incluso con esta disparidad de fuerzas, si no llega a ser por la fuerte tormenta, habrían ganado seguramente los españoles.
¿Qué hacemos sin embargo nosotros? Poner el nombre de una de nuestras más tristes derrotas a numerosas plazas y calles: Trafalgar
Mientras…, en nuestra escuela ¿alguien les cuenta a nuestros hijos, por ejemplo, que Blas de Lezo en 1741 con 6 barcos y 2.800 españoles derrotó a la flota del Almirante Vernon de 195 barcos y 23.000 soldados ingleses en Cartagena de Indias? ¿Y que sus estrategias militares han sido replicadas en cientos de películas bélicas, pero sin nombrarle? Bastaría decir la verdad, pero en su lugar “compramos” acríticamente que la invención de la imprenta fue más relevante para el cambio de época (edad moderna) que el hecho de que el mundo se conociera a sí mismo (1492). Por no hablar de los “manuales escolares del odio a España” que pueblan las aulas catalanas y vascas, aunque no solo.
Nuestros competidores, y a veces socios, defienden lo suyo con naturalidad y sin complejos. Nosotros ni siquiera celebramos nuestras grandes victorias “reales”. Ellos tienen claro que el relato histórico dominante (propio y de los demás) es un elemento clave de la mercadotecnia pública al servicio del interés general. Incluso son capaces de transformar sus mayores fracasos y sombras del pasado en productos comerciales de éxito: e.g., el Almirante Vernon es hoy una marca prestigiosa de ron, mientras la leyenda confusa e injusta contra la asesinada católica María Estuardo se convierte en nombre del famoso cóctel “bloody Mary”. ¿Qué hacemos sin embargo nosotros? Poner el nombre de una de nuestras más tristes derrotas a numerosas plazas y calles (Trafalgar). Busquen en Inglaterra alguna cale con el nombre “Cartagena de Indias”. Ni una. No son tontos. Tampoco ponen estatuas y dedican calles a un extranjero que arrasó decenas de sus ciudades y matado a miles de sus ciudadanos, aunque la estatua de un dictador patrio, Oliver Cromwell, presida todavía hoy sin rubor la fachada del parlamento de Westminster. Mientras, nosotros redecoramos la vida de Almanzor cual primer presidente de Cáritas. Ellos digieren su historia, nosotros la vomitamos.
Existe una guerra cultural contra España, nuestro mayor enemigo no es solo ignorarla sino dar alas a nuestros mayores enemigos: los ingenuos hispanobobos internos.