Opinión

Qué hacer con el catalanismo

Ya hemos pasado en nuestra historia por varios momentos en los que se pensaba que se podía satisfacer el hambre de los catalanistas. No lo consiguieron Francisco Silvela ni Antonio Maura a principios del siglo XX; ni Manuel Azaña y los republicanos del 31; y tampoco el actual Estado de las Autonomías.

  • Imagen de archivo de una manifestación de la Diada.

La gran trampa del dogma socialdemócrata de la “lucha contra la desigualdad” es primar las prestaciones sociales del Estado a cambio de la libertad política y de la igualdad civil. A medida que se han ido definiendo los derechos de tercera generación como columna vertebral de una “democracia moderna” han vuelto a escena los sujetos colectivos por encima del individuo. Los socialdemócratas de todos los partidos fueron inoculando en la mentalidad occidental que la legitimidad del Poder estaba en administrar sus bolsillos para conceder derechos sociales que el mismo Poder ponía en la agenda política. Era, y es, un círculo vicioso que ha ido limando relevancia a la individualidad y engordando a los sujetos colectivos, lo que viene a ser el mejor escenario para dictaduras tecnocráticas o para los populismos.

La pretensión de los populistas de reconstruir comunidades imaginarias se basa en garantizar los derechos sociales “en riesgo” por el abuso del “enemigo”

La pretensión de los populistas de reconstruir comunidades imaginarias –el pueblo beatífico, o la nación esencialista y homogénea- se basa en garantizar los derechos sociales “en riesgo” por el abuso del “enemigo”. Así es el catalanismo, ese populismo nacionalista que elimina la libertad política y los derechos individuales en aras de la consecución de la “unidad de destino en lo universal”. La clase política catalanista ha utilizado los recursos institucionales para crear demandas, generar lealtades, comprar voluntades, y moldear mentes para consolidar y ampliar su poder. Al clientelismo se ha unido el relativismo impostado de la mentalidad socialdemócrata, que consiste en restar importancia a aquellos valores y principios que no puede destruir abiertamente o que son un obstáculo para la creación del Hombre Nuevo, o de la Sociedad Nueva. Esto, y la indiferencia propia de una población a la que se ha arrebatado progresivamente su capacidad crítica y su responsabilidad individual, deja el campo abierto a fórmulas autoritarias.

Porque el catalanismo es autoritario. Un proyecto político que quiere laminar la libertad y los derechos individuales en nombre de un “destino histórico” para la creación de una comunidad homogénea no es democrático. Sus argumentos son primarios: quieren dar satisfacción a un sentimiento y garantizar los derechos sociales. Ambas reivindicaciones están trufadas del victimismo habitual de los populismos autoritarios: nadie les comprende, todos les impiden cumplir su deseo, y los demás les roban. Es un discurso político adolescente que llama a las emociones, al integrismo y al rechazo al que no acepta “la salvación”.

Primero se produce un movimiento cultural, de élites, que pretende convencer al sujeto colectivo de su identidad amenazada. Luego, esa tendencia se convierte en partido político

Las fases están perfectamente estudiadas. Primero se produce un movimiento cultural, de élites, que pretende convencer al sujeto colectivo de su identidad amenazada. Luego, esa tendencia se convierte en partido político, porque sin la trituradora del Estado no se puede transformar rápidamente la sociedad. Después se utilizan las políticas públicas para crear una red clientelar, visibilizar el “conflicto nacional”, dibujar las diferencias identitarias, y victimizar las reivindicaciones. Las resistencias se van venciendo por la debilidad del gobierno central, el cansancio general, la ausencia de principios democráticos y liberales sólidos, la búsqueda de la protección estatal, el miedo a las consecuencias de la libertad, y la victoria de la sentimentalización de la política.

Ya hemos pasado en nuestra historia por varios momentos en los que se pensaba que se podía satisfacer el hambre de los catalanistas. No lo consiguieron Francisco Silvela ni Antonio Maura a principios del siglo XX; ni Manuel Azaña y los republicanos del 31; y tampoco el actual Estado de las Autonomías. ¿Y qué decir de las componendas de González, Aznar o Zapatero? Tampoco sirvieron de nada. Si la Historia va hacia algún lado, que es una presunción academicista de la que habría mucho que hablar, no debería ser el de consentir que se lamine la libertad de la mitad de la población de una región europea para el cumplimiento de la utopía de unos autoritarios.

No olvidemos que en la URSS la electricidad era “gratis”, al ser considerada un derecho social, y que el sujeto colectivo proletario se encaminaba a marchas forzadas hacia el “paraíso comunista”

No sería legítimo un referéndum de autodeterminación en una población sometida al dictado nacionalista desde hace casi cuarenta años, donde se han ido recortando los derechos individuales y condenando a la muerte civil y social a los disidentes, provocando un auténtico éxodo. De Cáceres, Lugo, Zamora, Sevilla, Oviedo, o Castellón –por no citar Madrid- nadie huye porque se sienta discriminado o ahogado políticamente. La cesión a las aspiraciones catalanistas solamente sirve para certificar la condena que esa gente recibe por no comulgar con la “verdad nacionalista”, y dejarlos desamparados frente al autoritarismo. Si de algo sirve hoy un Estado debería ser el de garantizar en cada región de su territorio que toda persona tiene los mismos derechos, que hay seguridad jurídica y personal, y que las involuciones o a las amenazas encuentran una respuesta inmediata, legal, contundente.

No olvidemos que en la URSS la electricidad era “gratis”, al ser considerada un derecho social, y que el sujeto colectivo proletario se encaminaba a marchas forzadas hacia el “paraíso comunista”. No había democracia, ni libertad política, ni individuo. El discurso oficial de la tiranía de los Castro ha sido siempre que lo importante es la sanidad y la educación. Y ni una, ni otra: son hoy más pobres que en 1959. Todos estos proyectos comunitaristas fracasaron estrepitosamente, pero parece que no hemos aprendido nada.

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