Ayer llegué a casa tarde, con casi 400 kilómetros más en el haber y un juicio menos en el debe de mi agenda profesional. Cuando hice la ronda de rigor por la red social Twitter, a la que profeso cierta adicción, comprobé sorprendida cómo todavía algunos pretenden mantener encendida la llama del debate jurídico en torno a la inhabilitación del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, alias “el rastas”, ahora ya ex de la formación.
Pero más allá de la inquietud intelectual que les pudiera generar el caso en cuestión -que intuyo escasa-, lo que subyace es la voluntad de dotar de cierta cobertura científica al proceso de travestismo al que llevamos meses asistiendo, consistente en imputar a cualquier resolución judicial desfavorable contra el Gobierno la condición de ataque intolerable contra la democracia, de agresión aberrante contra la soberanía por parte del poder judicial. La justicia que no asume ni las tesis legales del progresismo ni el relato de los hechos de los políticos de izquierdas es fascista, puesto que ellos gozan de una presunción de veracidad y de dignidad que se nos niega al común de los mortales.
Los mismos que clamaban por la dimisión de los cargos electos ante la mera imputación como expresión máxima de la regeneración democrática. Los mismos que nos informaban con puntualidad británica de los peligros que se ciernen sobre las democracias polaca y húngara, ahora cuestionan al Supremo por instar al Congreso a que ejecute una sentencia que conlleva el cese de uno de los que allí ocupan escaño tras haber sido condenado en firme por agredir a un policía.
Su silencio es clamoroso ante las palabras de una ministra que, sin presuntos y sin matices, acusa abiertamente a la presidenta del Congreso y al Tribunal Supremo de prevaricar
Cuestionan los hechos probados, cuestionan la fundamentación jurídica de la pena impuesta y cuestionan su ejecución. Cuestionan al poder judicial en bloque. Pero su silencio es clamoroso ante las palabras de una ministra que, sin presuntos y sin matices, acusa abiertamente a la presidenta del Congreso y al Tribunal Supremo de prevaricar. Lo único que les preocupa de tan grave imputación es que pueda poner en riesgo el gobierno de coalición. Como comentaba mi buen amigo y mejor fiscalista Pablo G. Vázquez en su cuenta de twitter - @pablogvazquezz-, va a ser necesario que a Ione Belarra y a Alberto Rodríguez les pillen sustrayendo unas cremas de Mercadona para que algunos se sumen a la condena social.
La intervención de la fiscal Delgado
El artículo 504 del C.P. dispone que incurrirán en la pena de multa de 12 a 18 meses los que calumnien, injurien o amenacen gravemente al Gobierno de la Nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo, o al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una Comunidad Autónoma. En lo referente a la acusación de prevaricación de Batet, las palabras de Belarra podrían tener encaje, bien en el tipo penal del artículo 496 -injurias graves contra las Cortes Generales- o bien en el del artículo 205 -delito de calumnias, que consiste en la imputación de un delito con conocimiento de su falsedad-.
A la vista de lo expuesto, podríamos decir que el viernes por la tarde la ministra de Derechos sociales y Agenda 2030 hizo su particular pleno al quince criminal (siempre presuntamente, claro). Bien podría mover ficha la fiscalía, pero creo que a estas alturas todos hemos dejado de creer en los Reyes Magos. En cualquier caso, yo les recomiendo que no prueben a hacer lo mismo que la ministra desde sus casas, pues nada les garantiza que entonces no se produzca la intervención de Lola Delgado.
Al final, la elevada moral que todos estos progresistas pregonaban desde la oposición era pura impostura, una exigencia unidireccional. Ellos jamás delinquen, mientras que el resto comete delitos antes incluso de que haya una sentencia firme que así lo declare. Ni tan siquiera son merecedores de un juicio, bastando la mera acusación.
Pretenden que la dignidad sea patrimonio exclusivo de la izquierda mientras la derecha carga con la presunción de culpabilidad. Pero el relato tiene las patas tan cortas como la mentira y no puede ocultar la hipocresía inmensa que destilan tras su fingida dignidad. Si la falsedad fuese tendencia, nuestra izquierda iría siempre a la moda. Lo de la señora ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030 es grave, muy grave.