Corrían deprisa los primeros años de nuestra Transición. Giulio Andreotti visitaba España y lo hacía en su calidad de jefe del Gobierno italiano. No había dirigente con algo de fuste al que los periodistas no le preguntáramos acerca de lo que pensaban de la democracia española. Había verdadera urgencia en convalidar lo nuestro con el resto de Europa. Era como pedirle una nota a los políticos que habían vivido en democracia desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo que nos gustaba hacer la pregunta de marras, y recuerdo que cuando la respuesta era la que esperábamos, o sea que íbamos bien, uno sentía una cierta tranquilidad por confirmar que, aunque aún no estábamos en la Comunidad Europea, éramos Europa. Así hasta que llegó Giulio Andreotti, y a la pregunta en cuestión respondió con dos palabras: Manca finezza. O sea, que faltaba fineza, elegancia y mucha mano izquierda. Ha pasado el tiempo.
Andreotti murió en 2013, y esas dos palabras las pronunció a finales de los setenta cuando España era un país convulso pero lleno de esperanza y expectativas. Cierto, entonces -y ahora, digámoslo cuanto antes-, faltaba en la política mucha distinción y algo de sutileza. Nos costaba cerrar los pactos, ponernos de acuerdo en las políticas económicas, de acuerdo en la defensa de la democracia frente a los que la atacaban.
Nos faltaba voluntad para caminar juntos. La UCD de Suárez se rompía sin necesidad de que la ayudaran mucho, la economía no levantaba vuelo, ETA no paraba de asesinar, y las reformas no podían esperar. Así era imposible tener un proyecto de nación, que se decía antes. Ahora los acomplejados lo llaman de país: un proyecto de país.
Sigue faltando audacia
España se parece a aquella que hoy traemos de la mano del audaz Andreotti. En el momento en que escribo el Banco de España anuncia que hará una “revisión significativa a la baja” de las previsiones de crecimiento de la economía española para 2021.
El pacto es complicado, los acuerdos nacen de mala manera, el mangoneo político está a la orden del día. Por no faltarnos, no nos falta que una ministra de Podemos haya acusado al Supremo y la presidenta del Congreso de prevaricación. A día de hoy ni la ministra de Justicia ni el incombustible Lesmes han dicho esta boca es mía.
Dicen en la radio que todos los problemas que tiene este país son los que crea su clase política, y esto, que es verdad, la distingue de aquella con la que se encontró el político italiano. Entonces nos gobernaron dirigentes que buscaban soluciones. Hoy, lejos de buscarlas, crean problemas. Manca finezza, falta distinción y elegancia, desde luego, pero falta algo aún más importante, liderazgo. Alguien que tenga autoridad moral para cerrar los debates y pronunciar la última palabra. ¿Dónde está el presidente?
Una España sin liderazgo
Lo que Andreotti nos decía ayer, y podría decirnos hoy, es que nos sigue faltando astucia política, disposición al intercambio y mucha capacidad estratégica. Y que esto es así porque los liderazgos son difusos, timoratos, acomplejados. Y cobardes a fuerza de ser tácticos y pretender ser duraderos. Decía don Quijote a Sancho que entre los extremos de cobarde y temeroso está el medio de la valentía. Aquí, no.
Y así, convienen en actuar como si no temieran a los contratiempos, y menos a las tragedias. Ya sabemos que no debe ser fácil presidir un Gobierno con una parte de sus ministros que aún se mean en la cama, pero el liderazgo es eso. Es difícil llamar a Pedro Sánchez presidente con todas sus letras si consiente que una ministra tilde desde su propio Gabinete de prevaricador al Supremo.
Una clase política reumática nos dirige a base de golpes y despistes. Esto de Belarra por un lado. Por otro, el de la reforma laboral, que una ministra, la de Trabajo, quiere derogar, y que otra, la de Economía, quiere retocar y europeizar , y que otro, el presidente, no sabe como encarar, nos entretiene en días como hoy. Manca finezza.
El diputado rastas, cuestión de Estado
Y mientras tanto, nos entretiene el futuro de un señor que pasó por el Congreso y que han tenido que echar porque un día pateó a un policía, y, claro, no parece muy recomendable que alguien que usa estas prácticas siente sus posaderas en un escaño de la Carrera de san Jerónimo. El diputado en cuestión es conocido por esto, y por su zarrapastroso peinado. Ni una frase. Ni un pensamiento. Ni una intervención que podamos recordar. Por ese diputado, de apellido Rodríguez, perdemos el tiempo, llegan las disputas entre socialistas y 'podemitas', y hasta hay quien ha llegado a anunciar querellas contra la tercera autoridad del Estado. Y, también, quien sobre este asunto del guarda silencio.
Yolanda Díaz ha pasado de ser una dubitativa ministra de Trabajo a la que le costaba explicar a los periodistas lo que era un ERTE, a ser esperanza y último destino de la izquierda más allá del PSOE. Como suele pasar en España, podemos estar ante un bluf o ante el resurgimiento de una fuerza que a la larga termine enterrando a Podemos, partido al que no pertenece, y así se explica que no haya abierto la boca para defender al tal Rodríguez, pero sí para decirle a la parte socialista del Gobierno que se aclare con la reforma Laboral.
Díaz versus Calviño
La ministra de Trabajo, que en el congreso de CCOO, empezó su discurso con un autoridades y autoridadas (sic), tiene un poso, unas formas, una estética que no usan ninguno de sus compañeros de Podemos, y eso hace que, con poco esfuerzo, sea una figura emergente. Tiene otra cualidad: sabe pactar con los agentes sociales, aunque no con la vicepresidenta Calviño, que es al que debe dar la cara en Bruselas con la reforma laboral.
Díaz, que igual se hay creído muy pronto los vaticinios del extravagante Iván Redondo, es la política mejor valorada, lo que en este país no significa nada teniendo en cuenta que también lo fueron Anguita, Albert Rivera o Rosa Díez, que ya ven a dónde llegaron. Dice tener un proyecto -un proyecto de amor-, del que nadie sabe nada aún. Y sin embargo, cada día que pasa, es más creíble que, si no lo tiene, lo tendrá. A Yolanda Díaz, a diferencia de Podemos, le interesa mantener la coalición. Cuanto más dure y más tiempo sea vicepresidenta más se hablará de ella. En algún momento empezará el PSOE a creer que la política gallega ha empezado a volar sola.
Si milagrosamente le gana la batalla a Nadie Calviño -y a Europa, ojo, y deroga en su totalidad la reforma laboral del año 12- Díaz habrá empezado a caminar sola. Y España, para nuestra desgracia, también. Esta batalla de ministras y partidos coaligados propia de adolescentes se produce ante la desvaída mirada de Pedro Sánchez.
Un presidente paralizado a la espera de lo que suceda con los Presupuestos Generales. Sin liderazgo, sin fortaleza política, sin capacidad para poner orden y mandar callar en el gallinero, Andreotti lo volvería a decir tantos años después: Manca finezza. Mucha.