Opinión

El hundimiento británico y la goleada laborista

El laborista Starmer, tras su arrolladora victoria, tendrá cualquier cosa menos un cheque en blanco. No tendrá tampoco dinero en la caja

  • Keir Starmer junto a su esposa

El Partido Laborista ha arrasado en las elecciones de este jueves, a falta de conocer los resultados definitivos. Recupera el poder después de 14 largos años de travesía del desierto y lo hace con una autoridad que hace sólo dos años hubiese sido impensable. Pero Keir Starmer, el 'capitán cautela', líder laborista desde hace cuatro años, debe más a los errores del contrario que a los aciertos propios. Starmer se ha limitado a esperar que su adversario se equivocase una y otra vez. Y eso mismo es lo que los tories vienen haciendo desde que en diciembre de 2019 cosechasen una histórica victoria electoral que, según pensaban entonces, les daría cuerda para dos legislaturas seguidas.

La mayor parte de problemas de los sucesivos Gobiernos conservadores han sido autoinducidos. Exceptuando la pandemia, que se presentó por sorpresa y obligó a todos los Gobiernos del mundo a improvisar sobre la marcha, los gabinetes de David Cameron, Theresa May, Boris Johnson, Liz Truss y Rishi Sunak (cinco primeros ministros han quemado desde que hace ocho años se aprobó por referéndum e Brexit) han puesto todo de su parte para empeorar lo que ya estaba mal.

La economía no marcha desde hace años. El empleo no escasea, pero ni los salarios ni la renta disponible han crecido de forma significativa. Las ligeras subidas de los primeros se las ha comido con creces la inflación galopante de los últimos tres años, la más elevada desde la crisis del petróleo en los años 70. Por primera vez desde 1955, las familias británicas son, de promedio, más pobres al terminar la legislatura que al comenzarla. En resumen, que el británico de 2019 tenía un poder adquisitivo más elevado que el de 2024. Sobre ello aletea el Brexit, la “B Word” tal y como la denominan para no mentar por su nombre a lo que muchos responsabilizan de los males que ahora aquejan al país.

El número de inmigrantes clandestinos ha alcanzado máximos históricos en los dos últimos años, y siguen entrando a pesar de que las autoridades británicas han vuelto a tener control pleno de sus fronteras

El Brexit, que salió adelante de forma muy ajustada, ha sentado especialmente mal a la economía británica retrayendo la inversión, complicando innecesariamente el comercio exterior e impidiendo la llegada de mano de obra cualificada desde el continente. Los partidarios del Brexit argüían que una vez fuera de la Unión Europea el Reino Unido podría desplegar todas sus posibilidades, pero ha resultado ser todo lo contrario. Tampoco ha servido como algunos aseguraban para frenar la inmigración ilegal. El número de inmigrantes clandestinos ha alcanzado máximos históricos en los dos últimos años, y siguen entrando a pesar de que las autoridades británicas han vuelto a tener control pleno de sus fronteras.

Pero los problemas de fondo van más allá del Brexit o del otro referéndum, el de la independencia de Escocia que celebraron en 2014 y que hasta la fecha lo único que ha generado es división interna y suspicacias entre ingleses y escoceses. Algunas instituciones como el Servicio Nacional de Salud (NHS por sus siglas en inglés) funcionan peor que nunca. Las listas de espera son kilométricas, los hospitales están infrafinanciados, las huelgas del personal sanitario se han convertido en algo rutinario y todo aquel que puede pagar por ello contrata un seguro de salud privado. Hay más de seis millones de personas esperando para un tratamiento médico y las bajas laborales por enfermedad superan los dos millones. El NHS era uno de los motivos de orgullo de los británicos, que solían exhibirlo ante sus primos de Estados Unidos mientras les miraban por encima del hombro. Les decían que era posible tener una economía libre y abierta y, a la vez, mantener un servicio sanitario universal con unos altos estándares de calidad. Hoy ya no es así y todos lo saben. Con los ferrocarriles, las carreteras, la educación básica e incluso su afamado servicio postal ha sucedido lo mismo. Una economía estancada como la británica no puede mantener los crecientes dispendios de una sociedad envejecida que mira con recelo cualquier cambio y se muestra temerosa del exterior.

Un malestar generalizado

Estas elecciones han sido, de cualquier modo, el último ejemplo de una frustración basal que alcanza a toda Europa. No hay Gobierno del viejo continente que no esté sufriendo en sus propias carnes el enfado provocado por unos costes de la vida crecientes sumado a servicios públicos cada vez peores y a la falta de expectativas para los jóvenes. Da igual donde miremos, desde Francia hasta Suecia pasando por Portugal o Italia todos los Gobiernos sufren del mismo mal. Saben que el malestar es generalizado, pero no encuentran el modo de aplacarlo.

A diferencia de otros países europeos, como Francia y Alemania donde los partidos de derecha identitaria hacen su agosto, en el Reino Unido el electorado se ha decantado por la izquierda. No es la de Starmer una izquierda radical ciertamente. Recibió un partido en coma tras el varapalo de las últimas elecciones al que le siguió la dimisión con deshonra de Jeremy Corbyn. Se decidió por reformar el laborismo devolviéndolo al centro, algo que le ha abierto de par en par yacimientos de voto a los que Corbyn era incapaz de llegar con su programa de máximos, calcado en muchos aspectos de los de la izquierda radical del sur de Europa.

Eso ha hecho de Starmer un candidato aceptable, pero no especialmente popular. No es un tipo carismático como lo fueron Harold Wilson o Tony Blair. Muchos de sus votantes se han decidido por él única y exclusivamente para quitarse a los tories de en medio, no porque el candidato laborista les fascine. Entienden que es un tipo pragmático y honrado que pondrá fin al caos y las puñaladas internas de los conservadores. Entre medias quizá arregle la crisis del NHS y consiga que el personal ferroviario deje de ponerse en huelga una semana sí y a la otra también. Esa falta de entusiasmo implica que tendrá cualquier cosa menos un cheque en blanco. No tendrá tampoco dinero en la caja. La deuda pública es altísima y la recaudación fiscal no permite muchas alegrías. Un panorama no precisamente halagüeño que le obligará a ponerle mucha imaginación y una buena dosis de mano izquierda. Para lo segundo no tendrá problemas, lo primero es más complicado.

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