Yolanda Díaz lleva camino de convertirse en la reina de oxímoron. A la dulce amargura que debió provocarle el acuerdo para la no derogación de la reforma laboral del PP, le ha seguido el estruendoso silencio tras el que la vicepresidenta decidió resguardarse durante varios días para no tener que opinar sobre la posición del Gobierno ante una posible agresión de Rusia a su vecina Ucrania. Ciertamente, su posición no era fácil.
Si apoyaba la sobreactuación proatlantista de Pedro Sánchez corría el riesgo de ser desautorizada por sus correligionarios; de haberse alineado con el secretario general de su partido, Enrique Santiago, y otras figuras ilustres de Unidas Podemos, la amenazada era esa imagen de cabeza visible de izquierda transversal que con tanto esmero lleva meses cultivando, la de una nueva lideresa que se quiere situar entre la añoranza soviética de Pablo Iglesias y las tentaciones de derechización liberal (sic) del socialismo sanchista.
Yolanda Díaz salió tocada de la negociación con patronal y sindicatos. Otro paso en falso habría sido definitivo. Por tanto, el apoyo cerrado a las decisiones del presidente del Gobierno, aun tratándose de un asunto de tanta trascendencia, estaba descartado. El problema es que hay una parte de la izquierda, a la que Díaz pretende seducir, que se siente mucho más cercana a Joe Biden que a Vladimir Putin. Incluso una izquierda que jamás apoyará con su voto a quien demuestre una mínima comprensión con el sátrapa ruso.
A Yolanda se le achica el espacio. No le viene nada bien esto de Ucrania, porque para lograr el sorpasso, hipótesis aventurada, de aventurero, por Iván Redondo, necesitaría el voto de esa izquierda más templada, algo que obligaría a cuadrar la casi imposible ecuación de tomar distancia con los de Iglesias sin que Podemos le niegue a la vicepresidenta el respaldo de su malla electoral.
Díaz corre el riesgo de ser víctima de su propia ensoñación, de confundir valoración con respaldo social, de caer en el ‘síndrome Albert Rivera’ y confundir deseos y realidad
Como muy bien ha señalado en este periódico Gabriel Sanz, Yolanda Díaz corre el riesgo de ser víctima de su propia ensoñación, de confundir valoración con respaldo social, de caer en el “síndrome Albert Rivera” y confundir deseos con realidad. Sí, Rivera se equivocó, pero después de crear a partir de la nada un partido que a punto estuvo de sustituir al PP como alternativa.
Una equivocación inducida por los hechos. ¿Qué ha hecho hasta ahora Díaz, más allá de fabricarse una imagen que tiene un punto de artificiosa y que despierta más de un resquemor entre sus compañeros de coalición? Después de renunciar a la derogación de la reforma laboral del PP, en un meritorio ejercicio de pragmatismo, ¿cuál va a ser el siguiente paso de quien anunció su intención de abrir una “conversación con la sociedad española” y a la primera dificultad, cuando de verdad se ve la consistencia de un dirigente político, lo único que se le ocurre es ponerse de perfil y pedir auxilio a los sindicatos?
Si Putin supiera el flaco favor que le puede hacer a Yolanda Díaz seguro que se piensa dos veces lo de invadir Ucrania. La figura de la vicepresidenta se difumina a ojos vista entre las amenazas del ruso, los avisos nada sutiles de un Pablo Iglesias que no lleva bien eso de que Yolanda, a quien su dedo designó como heredera, no le consulte cada paso que da, y un Sánchez al que cada día se le complica más la existencia y necesita soltar lastre si quiere tener alguna posibilidad de llegar sano y salvo a julio de 2023 (mes en el que arranca el semestre de presidencia española de la UE). Dicho de otro modo: para seguir vivo, debería ir pensando en una rectificación en toda regla de su política de pactos o, más probable, en un adelanto electoral.
La postdata: “Con estos mimbres no aguantamos”
Confesión casi textual de un alto cargo del Gobierno: “La crisis de Gobierno de julio ya está amortizada. El presidente dijo que se iniciaba un tiempo nuevo y lo que hoy tenemos, tras la salida de Ábalos y Carmen Calvo, es un Ejecutivo sin pesos pesados que sirvan de muro de contención, a pesar de los esfuerzos de Bolaños, y unos ministros-junior a los que la situación actual les viene grande, cuando lo que ahora se necesitan son tipos curtidos en mil batallas. Entre los veteranos hay un poco de todo. Lo peor es que Calviño está perdiendo crédito en Europa, Escrivá tiene la Seguridad Social hecha unos zorros, Montero es un desastre organizativo y de Grande-Marlaska mejor no hablar, ha conseguido ser el único ministro del Interior de la democracia que, de entre los miembros del Gabinete, ocupa el último lugar en valoración ciudadana. Solo se salvan Robles, Planas y Albares, que sabe de qué va lo suyo. Con estos mimbres, o Sánchez da un bandazo o no aguantamos”.