“El Ministerio de Hacienda está trabajando a todo tren para intentar convertir en permanentes los actuales gravámenes sobre banca y energéticas, algo que tiene que lograr antes de que termine el año y que cada vez se torna más difícil”. Así arrancaba una noticia aparecida este viernes en el diario El País, que hay que presumir filtrada por el ministerio que comanda Marisú Montero, principal impulsora de la idea de convertir en fijo un impuesto calificado en su día de temporal para intentar cuadrar las cuentas del plan fiscal remitido esta semana a Bruselas. Y es que la nota del órgano oficial del Gobierno Sánchez contenía una caramelo destinado a endulzar el “impuestazo” a bancos y eléctricas: la posibilidad de permitir a ambos desgravarse "parte de la cuota abonada en el impuesto de sociedades". La airada reacción del mundo empresarial a este impuesto ha sorprendido a Sánchez y su tropa, acostumbrados a la tradicional sumisión de nuestros directivos de empresa. Ha sido Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, quien ha roto valientemente el fuego, en la primera señal clara de protesta de nuestras elites económico financieras contra la rapiña de un Gobierno acostumbrado a gastar a manos llenas para mantener su clientela electoral, que no se plantea ningún esquema de recorte del gasto público (idea ajena a esta tropa que nos gobierna), y necesitado de exprimir a empresas y particulares con gravámenes de todo tipo para seguir con su fiesta extractiva. El "impuestazo" como una variante del robo a mano armada que practica un Gobierno apegado al poder y al dinero. Sobre todo al dinero.
El golpe a banca y energéticas se justificó en su día por circunstancias tan excepcionales como la invasión rusa de Ucrania y sus efectos sobre los costes de la energía y la subida de los tipos de interés destinada a frenar una inflación disparada. Moncloa y sus terminales se encargaron de pregonar que ambos tributos tendrían carácter temporal, en línea con la filosofía de una Comisión Europea que fijó como fecha límite de los mismos finales de 2023. La peculiaridad española es que el “impuestazo” aplicado por el Ejecutivo fijó como base imponible a gravar la cifra de negocios, la facturación, no los beneficios, lo cual es un disparate en pura técnica tributaria porque los ingresos no miden la rentabilidad real de una sociedad, error propio de un Gobierno en el que figura gente, tal que Yolanda Díaz o la propia Marisú, que “profesa una ideología que le hace inmune al conocimiento económico” (José Luis Feito aquí el jueves). Y bien, es obvio que las “causas excepcionales” que motivaron su introducción han desaparecido ya, con precios de la energía en niveles parecidos a los existentes antes de la guerra de Ucrania y con tipos de interés claramente a la baja, no obstante lo cual el Gobierno Sánchez no solo no los ha hecho desaparecer sino que pretende convertirlos en permanentes, en contra del criterio de las autoridades comunitarias, convencidas, como cualquier economista avisado, de que ese gravamen retraerá la inversión (clave ahora mismo en un sector tan importante como el eléctrico) y mermará el crecimiento, al mismo tiempo que reducirá y encarecerá el crédito bancario a los consumidores. Conviene recordar que el sector energético es responsable del 19,6% del PIB español, por el 3,1% del bancario, y que ambos, los más innovadores y tecnológicamente avanzados del país, emplean a cerca de un millón de personas.
El Gobierno Sánchez no solo no los ha hecho desaparecer sino que pretende convertirlos en permanentes, en contra del criterio de las autoridades comunitarias, convencidas, como cualquier economista avisado, de que ese gravamen retraerá la inversión
El Gobierno de extrema izquierda que sufrimos justificó el “impuestazo” aludiendo al mito de los “beneficios extraordinarios” logrados por ambos sectores, un argumento que contraviene el sentido común y la más elemental de las lógicas sin necesidad de romper una lanza por unas empresas cuyos accionistas disponen de un ejército de abogados para defender sus intereses ante cualquier instancia. El sentido común y la realidad económica, porque las compañías españolas de gas y petróleo operan en un mercado global, abierto a la competencia, y están muy lejos de poder imponer unos precios que son volátiles por naturaleza y que dependen de variables que no controlan. Cuando el Gobierno habla de que han obtenido “beneficios extraordinarios” por la subida de los precios de los combustibles fósiles, olvida las pérdidas que registraron durante 2019 y 2020 a causa de la crisis generada por la pandemia. Repsol, por ejemplo, perdió 5.000 millones en esos dos años sin que, obviamente, se le bajaran los impuestos. Y el mismo argumento vale para los bancos, cuyos márgenes sufrieron un recorte drástico durante casi una década de tipos de interés reales negativos. En resumen, en un mercado abierto cualquier empresa, de cualquier tamaño, puede registrar “beneficios extraordinarios” o “pérdidas extraordinarias”, y la intervención del Estado debería limitarse a controlar el pago de los impuestos que gravan su actividad y a asegurar condiciones de libre y efectiva concurrencia.
Las consecuencias de convertir el “impuestazo” en permanente no tardarán en hacerse notar en caso de que la idea supere el listón del Congreso. La merma en la rentabilidad de las energéticas españolas dificultará su capacidad de captar capitales, poniéndolas en una posición de desventaja respecto a sus competidoras extranjeras. ¿Cómo piensa el Gobierno financiar los compromisos de inversión del nuevo Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (308.000 millones en los próximos cinco años), un 80% del cual espera que sea soportado por el sector privado? Parece improbable que las compañías tengan la capacidad y la voluntad de afrontar ese esfuerzo, y más con un Gobierno que cambia las reglas del juego a mitad de partido y a voluntad de unos socios que no creen en la empresa ni en el libre mercado. Repsol ha hecho pública su intención de desarrollar en Sines, Portugal, su proyecto de hidrógeno verde, abriendo la espita a una deslocalización de inversiones -Cepsa acaba de anunciar algo similar- hacia lugares con un tratamiento fiscal menos oneroso, lo cual terminará afectando negativamente al crecimiento, al empleo y a los propios ingresos del Estado. Y otro tanto cabe decir de la banca. En un contexto de bajada de tipos del que deberían beneficiarse los prestatarios, el impuesto hará más caro el crédito para familias y empresas (incidiendo de forma negativa sobre el crecimiento de la economía), además de elevar el riesgo crediticio.
Parece improbable que las compañías tengan la capacidad y la voluntad de afrontar ese esfuerzo, y más con un Gobierno que cambia las reglas del juego a mitad de partido y a voluntad de unos socios que no creen en la empresa ni en el libre mercado
Está claro que el mantenimiento del “impuestazo” obedece exclusivamente a razones recaudatorias. Con Bruselas presionando a Madrid con la necesidad de poner en marcha el siempre postergado proceso de ajuste fiscal, un Gobierno como el de Sánchez, que no está dispuesto a renunciar a su insostenible ritmo de gasto público (Beatriz Triguero lo contaba aquí esta semana: “Ni el consumo de los hogares ni la inversión empresarial: el 60% del crecimiento del PIB acumulado en los últimos cinco años se debe al gasto público”), necesita seguir exprimiendo a particulares y empresas para financiarlo, sin que le importen los efectos socioeconómicos que ello implique. A Sánchez le importa un pimiento la suerte de las empresas y de los ciudadanos españoles con tal de estar una semana, un mes o un año más en Moncloa. Por lo demás, zurrarle la badana a bancos y eléctricas, los perfectos villanos, es tarea muy del gusto de una base electoral de izquierdas acostumbrada a tragar ruedas de molino sin rechistar. Ello por no hablar de la dinámica de litigios que la decisión abrirá a medio y largo plazo, litigios que se traducirán en el pago de indemnizaciones cuantiosas a las compañías afectadas, “una cuenta que al final terminarán pagando los contribuyentes patrios”, en palabras de Lorenzo Bernaldo de Quirós, porque el impuesto es contrario a la Constitución por discriminatorio (bancos y energéticas ya pagan Impuesto de Sociedades) y también al Derecho comunitario.
Si algo tiene de bueno este lance es la ruptura del humillante servilismo con el que nuestra clase empresarial y financiera ha obsequiado a este Gobierno de extrema izquierda desde que llegó al poder hace ya más de seis años. No deja de resultar curioso, por eso, que haya tenido que ser un antiguo político, nada menos que un ex presidente del Euzkadi Buru Batzar (comité ejecutivo del PNV) entre 2004 y 2008, quien se haya atrevido a romper la baraja de esa inicua sumisión, haciendo honor al cargo de consejero delegado de Repsol que ostenta desde 2014, vale decir que defendiendo los intereses de sus accionistas, que para eso le pagan. Sorprende, también, que la CEOE del inefable Garamendi haya tardado tanto en reaccionar, en línea con el silencio mantenido durante días de la patronal bancaria AEB (¿en qué estaba pensando la señora Kindelan? ¿esperando instrucciones?) y la propia Ana Botín, aunque justo es reconocer que la jefa del Santander ha terminado alineándose de forma clara con la denuncia. ¿Hay que colegir, por ello, que nuestro glorioso capitalismo, siempre tan valiente, tan patriota, está por fin dispuesto a comportarse con este Gobierno nefando con la honorabilidad que cabría esperar de gente tan principal, con un alto grado de responsabilidad y con unos más que envidiables emolumentos? Al tiempo.
Si algo tiene de bueno este lance es la ruptura del humillante servilismo con el que nuestra clase empresarial y financiera ha obsequiado a este Gobierno de extrema izquierda desde que llegó al poder hace ya más de seis años
De vergüenza ajena lo del PNV, un partido que supuestamente defiende planteamientos económicos más o menos liberales y que parece haberse entregado de hoz y coz al peor de los populismos de izquierdas. Nada tiene de extraño, por eso, la decepción que en estos momentos embarga a Imaz con sus antiguos compañeros de partido. Sencillamente, el PNV está dispuesto a dejarse comprar como cualquier meretriz de club de alterne por un individuo dispuesto a pagar cualquier precio para seguir en el machito. La cosa es, más o menos, así: El partido que hoy preside un tal Pradales ha comprometido ya su apoyo en el Congreso al proyecto que defiende Marisú a cambio de que Sánchez le endose, a través del cálculo del cupo, la cifra que el Estado recaudaría por ese concepto en el País Vasco. El resultado es que las empresas con sede social en esa Comunidad, por ejemplo Iberdrola, no pagarían el “impuestazo”, cosa que sí estarían obligadas a hacer las radicadas en cualquier otro punto de España. ¿Deberían todas las energéticas y bancos domiciliarse en el País Vasco para librarse del golpe? El PNV juega con fuego en este episodio, y probablemente esté a punto de colocar una bomba de relojería bajo su régimen foral que terminará por explotarle algún día.
Tampoco es tranquilizador el silencio de un PP que no ha manifestado postura conocida en torno a este episodio. Un partido que pretende representar a una derecha liberal debería tener claro desde el principio que ese impuesto es “infantil, inmoral y contraproducente” (Daniel Lacalle), una medida propia de primero de falangismo, “enormemente dañina para el bienestar de los trabajadores” (de nuevo José Luis Feito) además de para esas clases medias tradicionales accionistas de las grandes empresas. Nos encontramos, en suma, ante una manifestación más de la profunda crisis por la que atraviesa una España caída en manos de una banda dispuesta a desguazar el país con tal de gozar del tiempo suficiente para llenarse las alforjas. Una banda cuyo jefe, asediado por mil escándalos, no renunciará al poder a menos que la pareja de la Guardia Civil, mandato judicial mediante, se presente un día en Moncloa dispuesta llevárselo esposado en dirección al calabozo. Antes de que huya a Túnez como Bettino Craxi.