Es la cuestión más divisiva en la Unión Europea, por delante incluso de las controversias acerca de la fortaleza del euro y del sistema financiero. La inmigración ha sido el pretexto para que los euroescépticos británicos ganaran el referéndum que nos está llevando a un Brexit lamentable en el mejor de los casos, o catastrófico en el peor escenario. También lo es para los populismos que en otros países de la UE levantan la ilusoria bandera del nacionalismo.
La crisis migratoria ha servido sin embargo para que los todavía 28 miembros que componen la Unión Europea hayan tomado conciencia de que al fenómeno de las migraciones, tan antiguo como la misma Humanidad, no lo van a detener barreras, muros ni fronteras, por infranqueables que parezcan. Al fin y al cabo, el hombre y la tierra fueron inseparables desde el principio de los tiempos.
En términos absolutos, la Organización Internacional de Migraciones (OIM) de Naciones Unidas, señala que, a día de hoy, son nada menos que mil millones de personas las que se mueven desde sus respectivos lugares de origen a otros destinos. De ellos, 750 millones son migrantes desplazados dentro de la geografía de sus respectivos países. Otros 260 millones son migrantes internacionales. Es, pues, el más gigantesco movimiento de masas de la historia, motivado por todo tipo de causas: pobreza, desigualdad, injusticia, catástrofes o guerras. Se aglutinan en tales cifras tanto los migrantes regulares y por voluntad propia (desplazamientos con libertad de elección, con ánimo de cambiar y mejorar la propia vida), como los forzados por esas circunstancias dramáticas descritas, que les empujan a huir en busca de un entorno más seguro.
Vivimos el más gigantesco movimiento de masas de la historia, motivado por todo tipo de causas, con 1.000 millones de personas que buscan otros horizontes
La migración irregular se cobra cada año un gigantesco precio: 4.000 muertos o desaparecidos en 2018, y al menos 30.500 en lo que llevamos de siglo. Un tributo que ha hecho en cambio muy ricas a las mafias que explotan a estos seres humanos.
Desde el punto de vista europeo, y una vez constatadas la amplitud y la gravedad del fenómeno, los países que componen la UE empiezan a admitir gradualmente que solo una gestión ordenada de la emigración, incluyendo la integración de los peticionarios de asilo y refugio por causas humanitarias, solucionaría el caos y el enfrentamiento suscitados ante el drama de los que perecen intentando alcanzar la orilla de una supuesta tierra prometida.
El decisivo factor demográfico
El primer axioma a admitir es que la inmigración a Europa es inevitable. Todavía sigue siendo el mayor espacio de prosperidad y bienestar conjunto de todo el mundo, y sin duda alguna el que más y mejor preserva el respeto a los derechos humanos. Europa tiene enfrente un continente como África, que pasará de sus actuales 1.250 millones de personas a los 2.500 millones en 2050, es decir pasado mañana. Por mucho que se les avise de que pueden perecer en el intento, muchas de tales gentes preferirán arriesgarse a perder la vida antes que cocerse en su propia desesperación.
Si a eso añadimos el incuestionable envejecimiento y la escasísima natalidad de los europeos, ese factor demográfico convierte la migración en algo necesario para que la propia Europa sostenga su arquitectura socioeconómica. O sea, es también una inmigración necesaria.
Sería asimismo una inmigración deseable si los europeos trocaran la larvada o patente hostilidad hacia el extranjero, en especial el africano y musulmán, en un sentimiento real de integración ordenada. Este es probablemente el punto más difícil de aplicarse en la práctica.
Europa tiene enfrente un continente como África, que pasará de sus actuales 1.250 millones de personas a los 2.500 millones en 2050
Para conseguirlo, hay que partir de una premisa que, respetando la dignidad de las personas, no minusvalore lo propio. Europa no ha llegado adonde está por casualidad. Sus conquistas humanas y sociales se han producido al precio de no poca sangre y muchos desgarramientos. Tiene, pues, derecho a sentir la superioridad de su cultura y de su identidad. No es por lo tanto ninguna falta de respeto a la dignidad del inmigrante requerirle a su vez que respete la cultura y las leyes del país y región que le acoge.
Es clave, y así parecen ya comprenderlo en Bruselas, que la UE actúe cada vez más en los países de origen de la emigración. Nadie se marcha de su país, de su pueblo y de su entorno vital si en ellos encontrara los elementos y condiciones para desarrollarse y prosperar. Ese es el tipo de cooperación que permitirá a los africanos contribuir al progreso propio y de su país y no ponerse en manos de los traficantes de personas, los grandes beneficiarios de este pingüe negocio en pleno siglo XXI.
Sin dejar de luchar implacablemente contra el terrorismo yihadista y sus ramificaciones, Europa ha de contemplar la inmigración no como un reto sino como una oportunidad; admitir que es un fenómeno estructural, y sacar enseñanza de las malas experiencias pasadas -véase el desastre de Libia-, para desarrollar a fondo la cooperación internacional, único modo de canalizar un fenómeno inabordable con los solos medios nacionales.