Aunque les parezca una consideración extravagante me parece que el hecho más notorio y el más grave de este año aciago no ha sido la aparición del virus y que desatase la pandemia sino la renuncia forzada por la turba de James Bennet, el director de Opinión de ‘The New York Times’. Este periódico está entre los más leídos de Estados Unidos y es tenido como la ‘Biblia’ por todos los progresistas de salón del planeta. El señor Bennet, que optaba a dirigir a corto plazo el que ha sido hasta hace muy poco un medio de comunicación de referencia universal, cometió un error al parecer impropio. Publicó un artículo del senador republicano Tom Cotton en el que defendía el uso de las Fuerzas Armadas para detener las manifestaciones y los saqueos que siguieron al asesinato vil del negro George Floyd a manos de un policía blanco.
Naturalmente, el artículo estaba firmado por el senador, de modo que sólo le comprometía a él. En el artículo, el político americano, que incluso se ha postulado para disputar la Presidencia a Donald Trump siendo de su misma cuerda, emitía una serie de afirmaciones discutibles, pero en cualquier caso relevantes para lo que constituye el objetivo esencial del periodismo: promover e impulsar opiniones alternativas sobre un suceso con el objetivo de que cada cual forje su criterio propio.
Las redes sociales, particularmente Twitter, hicieron el trabajo sucio al que acostumbran, sometiendo a un asedio implacable a Bennet y al periódico, que finalmente cedió a la masacre inquisitorial
Pero hace ya tiempo que mucha gente ha perdido la rectitud moral y el sentido común. Una parte muy notable de la redacción de ‘The New York Times’ reaccionó ferozmente a la publicación de lo que decretaron como una opinión infame que, para más inri, en el colmo del victimismo, podía “poner en peligro” sus vidas. Gran parte de los discrepantes eran periodistas negros, ¡claro!, y luego estaban también blancos acomplejados que les hacen la ola, bien por sumarse a la marea dominante, o más bien porque temen por su empleo. Las redes sociales, particularmente Twitter, hicieron el trabajo sucio al que acostumbran, sometiendo a un asedio implacable a Bennet y al periódico, que finalmente cedió a la masacre inquisitorial, se arrodilló ante todo el planeta y aceptó la cabeza del que hasta hace poco figuraba entre los candidatos a dirigirlo.
La pandemia ha causado centenares de miles de muertos en todo el mundo, pero lo de Bennet es trascendental. Representa la condena al ostracismo y a la muerte civil de media humanidad, que no podrá libremente desalinearse de la opinión dominante, de lo políticamente correcto, salvo que esté dispuesta a jugarse su futuro profesional, su sostén económico y la vida plácida que llevan las vacas del valle de la Ulzama, todo el día comiendo hierba. Me temo que el gran cómico Albert Boadella podría ser mucho más elocuente que yo, porque Cataluña es desde hace tiempo el experimento de ingeniería social más importante al respecto. A la par está el País Vasco, donde el PNV lleva ganando sistemáticamente porque allí siempre han sido más importantes los ‘txiquitos’ amicales que los asesinados en pos de la cruzada.
La opinión hegemónica en el mundo ha sido dictada desde hace más de un siglo por la izquierda. Es verdad que, tras la caída del Muro de Berlín, la tropa progre se replegó abrumada por los datos sobre el desastre colosal a que habían conducido sus teorías equivocadas sobre casi todo. Pero ese fue un repliegue circunstancial. No tuvieron más remedio que resignarse ante la eficacia económica del capitalismo, y que tragar durante un tiempo con la prevalencia de la filosofía liberal. Todo esto era naturalmente una elaboración intelectual ficticia, porque el gasto público ha crecido exponencialmente en todos los países desarrollados al mismo tiempo que se ha generalizado una presión fiscal confiscatoria, sucesos ambos que ni tienen que ver con el capitalismo bien entendido ni con la filosofía liberal. Pero la postración de la izquierda ante, digamos, su derrota moral, jamás llegó al arrepentimiento. Duró un telediario.
Lucha contra la desigualdad
Gracias a que siempre han controlado los aparatos educativos de todos los países, y singularmente el de España, así como la mayoría de los medios de comunicación, rápidamente se inventaron con gran éxito otras causas fabulosas y económicamente nocivas por las que mantener el combate: el ecologismo absurdo, la lucha contra un cambio climático que lleva sucediendo milenariamente en la Tierra, el feminismo agresivo, la falsa desigualdad lacerante, etcétera…, para finalmente llegar al mismo punto de partida: que el capitalismo es un modelo de explotación salvaje de los recursos materiales y humanos, a pesar de que haya reducido brutalmente la pobreza y la desigualdad hasta niveles inéditos, según demuestra la evidencia empírica.
Poco después del despido de Bennet, durante estos días, hemos conocido también la renuncia de la señora Bari Weiss -otra de las responsables editoriales de ‘The New York Times’- a seguir trabajando en la casa ante el clima laboral hostil y la persecución de muchos de sus propios compañeros, que la han llamado directamente, o por persona interpuesta, nazi y racista por el simple hecho de cumplir con el objetivo para el que fue contratada: abrir el periódico a opiniones distintas con el propósito de conectar más con el sentimiento de los lectores y de la nación.
“Ahora la narración está predeterminada”. Pero lo peor es que ‘The New York Times’ ha permitido este acoso, esta infamia, y la ha bendecido
Su carta de despedida al presidente y editor del periódico no sólo es conmovedora. Es alarmante. Retrata un panorama más desolador que todas las muertes que haya provocado y pueda todavía infligir el virus. Es un horizonte en el que cualquier atisbo de discrepancia sobre lo que piensan unos iluminados puede tener graves consecuencias. Su periódico, ese gran periódico en otros tiempos -viene a decir-, se ha rendido a las audiencias más limitadas, en vez de permitir a un público curioso leer acerca del mundo y luego sacar sus propias conclusiones. “Ahora la narración está predeterminada”. Pero lo peor es que ‘The New York Times’ ha permitido este acoso, esta infamia, y la ha bendecido juzgándola culpable.
Como dice Weiss, ahora, en la que es considerada la ‘Biblia’ de todos los progresistas de salón del planeta, para asegurarse el puesto de trabajo basta con publicar el enésimo editorial diciendo que Donald Trump es un peligro para nuestro país y el mundo. Si la ideología de una persona está en línea con la ortodoxia, ellos y su trabajo no están sometidos a ningún escrutinio. Pero todos los demás viven en el miedo a la tormenta digital. A lo que se diga en Twitter. El veneno en las redes se perdona si está dirigido a los objetivos correctos. ¿Te suena Pablo Iglesias, te suena Echenique?
La nómina de tontos útiles
Con motivo de este atropello a la decencia y a la ética convencional, un grupo de más de 150 intelectuales, la mayoría de izquierda, la mayoría de Estados Unidos, han reaccionado publicando un Manifiesto en la revista Harper’s, en este caso la Biblia cultural del progresismo norteamericano, denunciando una deriva que juzgan peligrosa con la boca pequeña. Entre ellos está el inefable Chomsky, pero también algún conservador como Fukuyama, que hace la función de tonto útil, de acompañante a una reprobación que es en el fondo un monumento a la hipocresía. En España se han sumado al mismo otros tontos útiles como Mario Vargas Llosa, declarado liberal; el adorable Fernando Savater, moderadamente izquierdista; o el admirable poeta Luis Alberto de Cuenca, en compañía de personajes inefables como Juan Luis Cebrián. ¡Pero qué necesidad había de hacer tanto el ridículo!
Digo esto porque después de repudiar 'correctamente' el creciente ambiente hostil contra la libertad de pensamiento y de expresión, estos sedicentes intelectuales citan con insistencia el peligro que constituye Donald Trump y no dejan de acusar a la derecha radical de ser la culpable e instigadora de este ambiente nocivo, cuando quien está detrás del envilecimiento público general es precisamente la izquierda. Esto queda notoriamente claro cuando, en el curso del Manifiesto, dicen: “Los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y de control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas”. ¡Ah bien! La conclusión es bastante simple. El castigo estaba y está justificado, pero sólo si es proporcionado. ¿No es así?
Sí. Estos más de 150 presuntos intelectuales no están preocupados por la dictadura del pensamiento correcto y por su labor cruelmente punitiva en la que colaboran desde hace años a diario. Sólo la desean más moderada y proporcionada. Con esta carta abierta a un público servil que les adora sólo han pensado en hacerse un lavado de cara -¡una vez más!- para poder seguir con el caviar, comiendo ostras de Arcachón y bebiendo champán también francés sin cargo alguno de conciencia. No se puede esperar nada de ellos porque jamás aceptarán el veredicto que les otorgará la historia: su responsabilidad criminal en todas las desgracias que padecen sobre todo las clases más desfavorecidas a las que dicen defender.
Todos los señores de la derecha meliflua han sucumbido a la deriva ideológica sectaria de la nación dirigida por la izquierda
Como el virus del izquierdismo es universal y tiene un alto poder de transmisión comunitaria, mucho más intenso y peligroso que el de la covid-19, hace tiempo que ha impactado de lleno en España. Su manifestación más corrosiva es la que afecta al Partido Popular. Todo este debate absurdo sobre por qué ha ganado Feijóo en Galicia y por qué el PP debe moderarse, en el que tanto abundan líderes genuinamente mediocres como el presidente de la Junta de Andalucía y el de Castilla-León, está dictado por la izquierda. Y lo peor de todo es que Bonilla y Mañueco se prestan convencidos a esta farsa, aunque ignorantes de la jugada maestra. La estigmatización de Vox y de sus cuatro millones de seguidores, o la impunidad de la que disfruta el comunismo patológico de Podemos y la influencia perversa del machista Iglesias en el Gobierno dan cuenta de la amenaza que afrontamos.
Luchar por las ideas
Como bien dice la fastuosa Cayetana Álvarez de Toledo, “tenemos que librar la batalla cultural”. Todos los señores de la derecha meliflua han sucumbido a la deriva ideológica sectaria de la nación dirigida por la izquierda. Se trata, como en el caso de ‘The New York Times’, de la caza indiscriminada al disidente que se ha instalado en tantos ámbitos e instituciones de las democracias occidentales que tanto convendría combatir para no incurrir en el totalitarismo.
En su carta de renuncia, la editora Weiss pronostica que todo este ambiente nauseabundo será sobre todo muy perjudicial para los jóvenes sin prejuicios con espíritu independiente, y para la gente emprendedora dispuesta a asumir riesgos, que sin embargo se encuentra brutalmente atenazada por el freno de la corrección política. Y finaliza: “Las mejores ideas son las que triunfan, pero no se pueden ganar solas. Necesitan una voz, necesitan ser escuchadas y sobre todo necesitan ser respaldadas por personas dispuestas a luchar por ellas”. Desgraciadamente, en España quedan muy pocas. Me considero muy afortunado porque Vozpópuli sea una de ellas.