Desde que el magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena decidiera dejar en libertad bajo fianza a la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y a otros cuatro miembros de la Mesa de esta institución, en aparente contradicción con una decisión anterior de la Audiencia Nacional que mandó a prisión a Oriol Junqueras y varios exconsejeros de la Generalitat, no ha habido día en el que el independentismo y sus altavoces mediáticos no hayan sucumbido al intento de utilizar, con mayor o menor énfasis, más o menos fortuna, esta supuesta discordancia.
La muy engrasada maquinaria secesionista se ha servido de dos planos argumentales para cuestionar la legitimidad de la disposición tomada por la juez de la Audiencia Nacional, Carmen Lamela. El primero de ellos, el más zafio, pero muy efectivo de cara a seguir alimentando el victimismo que propala la propaganda independentista, viene a decir que desobedecer conscientemente las leyes es un natural ejercicio de libertad de expresión. Y el segundo, más sutil y revestido de tecnicismos jurídicos, cuestiona la solidez de las bases legales que soportan la decisión de la juez, ya tengan estas que ver con la competencia del órgano judicial en el que los imputados prestaron declaración, en este caso la Audiencia Nacional, o con la fundamentación práctica de la prisión provisional.
En este segundo territorio del debate, el estrictamente jurídico, el secesionismo ha encontrado cierta comprensión en sectores profesionales nada proclives, por otra parte, a las posiciones soberanistas, pero que desde hace años vienen denunciando el acelerado deterioro del derecho de defensa y la utilización casi abusiva, por parte de determinados tribunales, de la prisión preventiva. En Vozpópuli compartimos el principio de que la libertad es el derecho más valioso, y entendemos que su privación, siquiera temporal y preventiva, debe ser una medida excepcional y sólidamente justificada. También consideramos no solo legítima, sino imprescindible y provechosa, la discusión sobre las circunstancias que deben concurrir para que se tome una medida tan categórica. Lo que nos parece inaceptable es que esa discusión no tenga en cuenta el contexto en el que tuvieron lugar los hechos investigados, o se desarrolle a partir de premisas partidarias que desprecian las estrictamente técnico-jurídicas y las no menos importantes vinculadas al deterioro de la convivencia y al desprecio por el interés general que han venido demostrando sistemáticamente los acusados.
Ocurre que, como ha argumentado con acierto la profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona Argelia Queralt, los hasta ahora encarcelados o fugados “no están siendo juzgados por organizar un referéndum, por querer que la gente vote; han sido encausados porque, aun a sabiendas de las consecuencias penales de tales hechos, decidieron saltarse el ordenamiento jurídico a la torera. Y no una, sino diversas veces (algunos dirían que de forma continuada). No están siendo perseguidos por defender unas ideas (no son presos políticos), sino porque han tratado de defender sus ideas haciendo caso omiso de la legalidad vigente”.
Esa, y no otra, es la sustantividad jurídica de la crisis provocada por el nacionalismo catalán, cuya respuesta jurídica, en términos de daño social, es de una benevolencia casi insultante, ya que los efectos más graves de la deslealtad de Carles Puigdemont, Junqueras y compañía, como el enorme deterioro de una convivencia antes ejemplar, sin olvidar el coste económico de la enloquecida aventura -que el Banco de España ha calculado en 27.000 millones de euros de no revertirse la actual dinámica económica-, no acarrean, por suerte para los sediciosos, ningún tipo de penalización legal.
La independencia de la Justicia
El encarcelamiento de Junqueras y el resto de miembros del Govern pudo ser una medida discutible, pero se tomó al margen de la política. Ahora, justo cuando en el arranque de la campaña del 21-D más rentabilidad va a sacar el secesionismo a la decisión del Supremo, con la confirmación de la prisión para Junqueras, único culpable de su situación al anteponer los objetivos partidistas a los jurídicos, y la puesta en libertad de seis actores principales de lo que la Fiscalía definió como “un movimiento de insurrección activa frente a la autoridad legítima de las instituciones del Estado”, se vuelve a poner de manifiesto la independencia de una Justicia que, en contra de lo que algunos han querido hacer creer a la opinión pública, ha actuado sin tener en cuenta otros factores que no fueran los estrictamente jurídicos.
Prueba de ello es que la orden de libertad bajo fianza, aun no afectando al ex vicepresidente Junqueras, al ex conseller Forn, ni a los inductores “civiles” de la rebelión, Jordi García y Jordi Cuixart, se dicta contra la opinión de la Fiscalía y se produce sólo cuando la Justicia ha entendido que ya no era preciso mantenerlos en la cárcel para asegurar el buen curso de la investigación, a pesar de que la retractación de los que se han visto favorecidos por la medida, además de parcial, se produce por pura conveniencia y de forma claramente mendaz.
A partir de aquí, lo que hay que esperar es que el procedimiento no se eternice y tengamos cuanto antes juicio y sentencia. Y confiar en que los intentos de manipulación de las decisiones judiciales, que veremos enfatizados durante la campaña electoral, no hagan mella en una sociedad que necesita cuanto antes salir del pozo al que la ha empujado el secesionismo; una sociedad cuya prosperidad, creatividad, tolerancia y concordia han sido sustituidas por la inseguridad jurídica y la hostilidad; una sociedad que algún día, si andando el tiempo logra recuperar sus constantes vitales, se dará cuenta de la prudencia con la que la Justicia ha respondido al extraordinario daño causado.