El guantazo de Will Smith a Chris Rock en la ceremonia de los Oscar (lo vi en directo: padezco de insomnio) lleva camino de reemplazar al que le dio Glenn Ford a Rita Hayworth en la película Gilda como el bofetón más célebre de la historia, que ya es decir. Al menos de la historia del cine y la televisión. Los repelentes niños Vicentes añadiríamos el sopapo que le atizó la infanta Luisa Carlota al ministro Tadeo Calomarde, el de la frase “manos blancas no ofenden”. Y algunos insufribles marisabidillos citaríamos el legendario revés que un esbirro del rey Felipe IV de Francia, un tipo llamado Sciarra Colonna, le arreó al papa Bonifacio VIII en la ciudad de Anagni, hace más de siete siglos. Si es verdad que se la dio, al Papa debió de dolerle porque el tal Colonna llevaba un guantelete de hierro. De hecho, el pontífice murió un mes después.
Quiero decir con todo esto que, al revés de lo que puede leerse en las redes sociales, donde no son pocos los que dicen: “Mucho hablar de la bofetada pero muy poco de la asignatura de filosofía” (o de los palestinos, o de los camioneros, o yo qué sé), la bofetada es importante. Primero, porque reventó una ceremonia casi sagrada, la de los Oscar, a la que le pasa casi lo mismo que a las coronaciones de los reyes británicos: que ha cambiado, en lo esencial, muy poco en casi cien años. La gente podemos perdonar muchas cosas, pero difícilmente absolvemos la transgresión de los ritos o la burla de nuestras tradiciones, y menos a leche limpia. Y segundo porque tenía razón el agredido: ese tortazo está destinado a convertirse en uno de los momentos más vistos de la historia de la televisión mundial, junto con el funeral de Diana de Gales, la llegada del hombre a la luna o en asesinato de Kennedy. Sí es importante.
El espléndido Juan Sanguino, deslumbrabnte comentarista de la ceremonia en la retransmisión de Movistar, dijo (cito de memoria) la frase perfecta inmediatamente después del guantazo: “Es la primera vez que veo un suicidio en directo”. Está claro que tenía razón y la tiene más cada día que pasa, porque sobre Will Smith se ha desencadenado una tormenta de proporciones bíblicas que, con toda probabilidad, acabará con su carrera. O al menos la cambiará para siempre. El actor ya nunca será recordado como el golfo y cómico adolescente de El príncipe de Bel Air, que fue su primer y resonante triunfo, y que le dio fama mundial. Ni tampoco como un “hombre de negro”, ni como el actor de Ali ni de la deliciosa Hancock. Smith será, hasta que se acabe el mundo, el tipo (peligroso) de la bofetada en los Oscar.
Lo curioso de este incidente es que el mundo (al menos el nuestro; imagino que en Sudán del Sur o en Kiev este asunto preocupará más bien poco) se ha dividido en dos. De un lado, los que ponen verde al actor. Del otro, los que le defienden y dicen que Chris Rock se merecía eso y más.
Este sujeto es un trepa que jamás ha dudado en traicionar o vender a sus amigos para obtener contratos o conseguir papeles. ¿Por qué se ríe la gente con sus bajezas?
A ver si nos vamos poniendo de acuerdo en algunas cosas elementales. Chris Rock es un gilipollas. Eso, como diría el papa León XIII, es “una verdad evidente que no necesita demostración”. Un gilipollas y un mal bicho. Lo lleva siendo décadas. Un tipo sin escrúpulos ni principios que, aprovechándose de la gracia que dicen que tiene (para mí no ha tenido ninguna, nunca), disfruta haciendo burlas asquerosas sobre los demás: sus defectos físicos, su lengua, su orientación sexual o, como hizo en este caso con Jada Pinkett, sobre sus enfermedades. Eso es ser un miserable de la cabeza a los pies. Este sujeto es un trepa que jamás ha dudado en traicionar o vender a sus amigos para obtener contratos o conseguir papeles. ¿Por qué se ríe la gente con sus bajezas? Estoy convencido de que la razón, en muchísimas personas del mundo del espectáculo, es el miedo: si le ríes las “gracias” no se meterá contigo. Es un error y siempre lo ha sido.
¿Quiere esto decir que este cretino se merecía la bofetada que se llevó?
No. En absoluto.
Will Smith es una persona fundamentalmente insegura. Niño hiperactivo que nació en una familia difícil y desestructurada, ha usado su talento (que lo tiene, y mucho) para buscar la felicidad en cincuenta cosas. En la música, que fue donde empezó. En la televisión y el cine, que le dieron una fama descomunal quizá demasiado pronto. En sus parejas, como tanta gente. En la religión o las sectas, mundo en el que ha ido picoteando aquí y allá: desde la confesión baptista en que se educó hasta la peligrosa Cienciología, con la que ha tonteado mucho; ha negado demasiadas veces que forme parte de ese grupo, como su amigo Tom Cruise, que tampoco es lo que se dice un ejemplo de estabilidad emocional. Smith se define como “cristiano”. Pero asegura, con toda naturalidad, que Dios le habla y le pide cosas y le da instrucciones. A él, personalmente. Eso, a mi modo de ver, es síntoma de un ego hipertrofiado… o de una personalidad claramente infantil. O de las dos cosas.
Si a todas las drogas hay que tratarlas con mucho cuidado, en el caso de la ayahuasca ese cuidado ha de ser extremo. Porque tampoco la ayahuasca proporciona la felicidad
Y Smith cayó hace ya años en una dependencia seguramente no química, pero sí emocional, de una droga tan peculiar como la ayahuasca, que provoca alteraciones de la conciencia (desde éxtasis casi místicos a momentos de horror insoportable) completamente imprevisibles y que suele ir asociada a una parafernalia ritual y ceremonial muy curiosa. Si a todas las drogas hay que tratarlas con mucho cuidado, en el caso de la ayahuasca ese cuidado ha de ser extremo. Porque tampoco la ayahuasca proporciona la felicidad. Y la felicidad es precisamente lo que Will Smith lleva buscando toda su vida; seguramente como la mayoría de nosotros, pero en su caso esa búsqueda tiene apasionados tintes de urgente desesperación.
Si tú estás en tu sano juicio (añadamos el estrés que produce la posibilidad de que estén a punto de darte el mayor premio de tu vida) y te molesta que un imbécil se haya reído de ti y de tu mujer en público, no te levantas y le atizas un guantazo que casi lo tiras al suelo. No puedes hacer ese alarde de violencia cuando eres una figura pública cuya popularidad es inmensa entre los niños. No puedes hacer eso en la “ceremonia de tu vida”. Lo que haces (repito: si estás en tus cabales) es esperar, o bien a que te den el premio y te dejen hablar, o bien a que tengas cualquier micrófono cerca, y ahí sí: pones como se merece al cretino que se ha reído de la enfermedad de tu mujer.
Y pergeñó un discurso incoherente, vergonzoso, casi peor que la misma bofetada, en el que mezcló constantes alusiones a Dios (que, repito: según él, le llama, le habla y le pide que sea así o asá) con frases terribles
Pero Will Smith no estaba en su sano juicio. Eso es evidente. Él sabrá por qué. Inmediatamente después del incidente le pidieron que abandonase el teatro y se negó, amenazante. Luego, cuando le dieron el premio, sacó a relucir sus inmensas dotes de actor y se puso a llorar, algo que –lo hemos visto muchas veces– puede hacer cuando quiera, tiene esa habilidad. Y pergeñó un discurso incoherente, vergonzoso, casi peor que la misma bofetada, en el que mezcló constantes alusiones a Dios (que, repito: según él, le llama, le habla y le pide que sea así o asá) con frases terribles, como aquella de que “el amor te hace hacer locuras”. No, muchacho. El amor te hace querer a la gente y ser compasivo, no liarte a leches para defender el honor de tu hembra. Eso es machismo puro: ¿qué honor estabas vengando? ¿El de tu “pobre e indefensa esposa” o el tuyo, pedazo de matón? ¿Qué te habías tomado, criatura?
“Espero que la Academia me vuelva a invitar”, concluyó. No lo hará. Suerte tendrá este inseguro e infantil sujeto (y magnífico actor, eso sin duda) si no le quitan el premio. Chris Rock ha salido muy mal del lance, porque muchos pensamos que su “chiste” no se merecía un tortazo sino algo peor. Pero a Will Smith sin duda le espera una suerte parecida a la de Sciarra Colonna, el que le dio la bofetada al papa Bonifacio VIII: fue desterrado para siempre de Roma, lo expulsaron de la nobleza, confiscaron sus bienes y sus descendientes se extinguieron en la más negra miseria.
Y eso que aquel Sciarra no se había tomado nada raro. Al menos que se sepa.