Querría hablar de asuntos serios. No es que no considere importantes estas cosas de Sánchez, fotografiado por Koldo García, abrazados él y Aldama, sonrientes los dos. Todo eso es importante, ya lo creo. Importante debe ser también saber quién ha filtrado esa foto, o las veces en que la señora del presidente se reunió con el comisionista de marras. Será importante, pero no es serio, sensato. Que las cosas sean graves no significa que sean serias. El cachondeo, el trilerismo y la revolución de los mindundis es sólo una gran comedia alrededor del presidente Sánchez, que estos días anda por la India.
Algunos, entre los que me encuentro, hartos de estar hartos, y ante la imposibilidad más que cierta de que las cosas cambien, han decidido tomarse esto con guasa. A cachondeo. Catedráticas de cartón piedra, amantes y meretrices, farlopa con bogavantes, maletas que pesan lo suyo en Barajas, portavoces de la extrema izquierda sobones y abusadores mientras votan leyes del sí es sí, un presidente enamorado que escribe una carta y desparece cinco días para después decirle al rey que no dimite. Esto no es serio.
Política no, politiquilla
Mejor la risa que el cabreo permanente. Antes una sobremesa hablando del desastre del sábado en el Bernabéu - ¡y cómo sigue escociendo hoy martes! -, que las divagaciones sobre los planes de Sánchez y lo que pueda pasar con la corrupción que le rodea. La política es importante, en España más que nunca, pero esta huérfana de rigor. Ante semejante generación de diletantes con escaño y sus correspondientes prebendas en la Carrera de San Jerónimo, uno no tiene más reacción que la de mostrar su falta de respeto y consideración. Me tranquiliza saber que me pasa como a Felipe González, que no sabe si ha llegado la hora de dejar de votar. Me adelanto incluso, porque yo ya puedo declarar con mucha antelación que con mi voto ya no. Será la primera vez que lo haga. Pero hasta aquí hemos llegado. O he llegado. En mi biografía de elector al menos no está el baldón de haber votado nunca al zascandil que dice gobernar este país.
¿Por qué una mujer así se mete en el corazón de ETA y facilita la desarticulación del sanguinario comando Donosti, justo en el momento en el que ETA estaba en aquella tregua trampa
He aprovechado estos días para ver una película en el cine. Enfatizo lo de verla en el cine porque sólo cuando vamos a una sala somos capaces de sentir que, aunque lo que vemos en el sofá de casa se parece al cine, no es exactamente el cine en su plenitud. Fui a ver La Infiltrada, la película de Arantxa Echevarría, porque me la habían recomendade gente fiable que ha visto mucho cine. Salí consternado. Es la historia real de una joven policía nacional que, nada más salir de la academia en Ávila, es captada para meterse en las tripas de ETA. Ahí, en casi dos horas están contados los ocho años en los que Aránzazu Berradre Marín, su pseudónimo, estuvo jugándose la vida y salvando la de otros con sus informaciones y movimientos a cual más arriesgado. ¿Qué hace que una criatura con veinte años acepte un trabajo en el que en cualquier momento puede morir con un tiro en la nuca y tirada en una cuneta? ¿De qué barro está hecha la mujer que sabe que, aunque no fracase, su vida trascurrirá hasta el final de sus días entre el anonimato y la falta de reconocimiento? ¿Por qué una mujer así se mete en el corazón de ETA y facilita la desarticulación del sanguinario comando Donosti, justo en el momento en el que ETA estaba en aquella tregua trampa que algunos recordamos bien?
Valentía y compromiso
No soy un crítico, pero sí viví como periodista muy activamente los años que narra la película y que magistralmente protagoniza Carolina Yuste. Agradezco a la directora que la sangre no salga por las pantallas y que el asesinato de Gregorio Ordoñez durara en la pantalla lo necesario y nada más. Cuando se sabe contar el terror sin recurrir a la sangre y a la violencia explicita el espectador lo agradece. La cinta ya tiene bastante tensión como para mostrar lo que, en su momento, vimos en fotografías de periódicos y reportajes de televisión. También los momentos en los que los terrenos del deber y la supervivencia se superponen y confunden.
La infiltrada es una buena película, necesaria y urgente ante el abandono de los gobiernos e institucione que no han sabido transmitir a los más jovenes lo que significó aquello: que eran asesinos, analfabetos, tipos primarios obedeciendo toda clase de órdenes. También el cine hace el trabajo que los políticos no saben, no quieren o no pueden hacer.
En ese mundo se movió durante casi dos lustros la policía de esta historia que, cuando terminó su misión, el Gobierno tuvo la decencia de darle un trabajo fuera de España. No sé, quizá en una embajada o un organismo internacional. La película es hasta ahora la única manera de darle las gracias por su valentía, compromiso y, sobre todo, por las vidas que salvó.
Algo más que un milagro
Vi la película con jóvenes que, a duras penas, han cumplido treinta años o están a punto. Miré sus caras tras la función, y lo que vi fue consternación, gratitud y sorpresa. Sabían, pero no recordaban lo que fue aquello. La película de Arantxa Echevarría es muy buena, pero es algo más: es necesaria, útil y, además, ecuánime. La directora sabe la distancia que va de la equidistancia a la ecuanimidad. Y eso, ahora y en este país, es insólito.
No dejo de pensar en la posibilidad de que vayan a ver La Infiltrada personas que, de no ser por el trabajo de Aránzazu Berradre Marín, no la podrían ver porque estarían muertas. Asesinadas, en realidad. O sea, un milagro.