Desconcierta comparar con los actuales los proyectos de superación de la memoria histórica que se hicieron al final del franquismo y durante la Transición. Los principales protagonistas de aquellos ejercicios fueron los propios exilados mientras los actuales son no ya sus hijos sino sus nietos y hasta bisnietos, lo que explicaría la abismal diferencia que los separa.
Llegaron tras décadas de exilio, la mayoría con el pulso alterado y lágrimas en los ojos para contemplar un país seguramente muy distinto del imaginado durante su ausencia. La vieja sociedad de subsistencia agraria se había convertido a ojos vista en una sociedad avanzada –la famosa “novena potencia industrial” del planeta—que poco tenía ya que ver con la que, entre suspiros, añoraron durante tantos años. Don Francisco Ayala me diría en una ocasión, tras sus primeras experiencias, que desde la universidad hasta el cabaret todo lo que iba viendo al volver la resultaba irreconocible. A García Pelayo lo llevaron unos amigos a reconocer los frentes de Guadalajara y tuvieron que consolarlo porque, en medio de un secarral reencontrado, el hombre se echó a llorar puño en alto, desconsolado como un niño perdido. Y recuerdo las veladas en casa de Manuel Andújar, allá en su piso del barrio madrileño de la Prosperidad, convertidas en un desconcertante ilusionario preñado de perplejidades.
Aquel pacífico zoo
Lo más llamativo para muchos de nosotros –los fanáticos ilusos del “exilio interior”—resultaba ser la apacible normalidad con que ellos y los que vinieron después se reencontraron con una “inteligentsia” vigente que, al escapar, dejaron acampada en torno al fascismo de la época y encontrarían, al volver, simpatizando con las diversas tendencias (y hasta organizaciones) antifranquistas. Unos y otros reconocían asombrados ese milagro psíquico que conciliaba mal que bien al imponente rojerío mexicano o argentino con los que no hacía tanto tiempo Neruda había estigmatizado como una infame descalificación colectiva: la de “los Dámasos y los Gerardos, los hijos de perra…”. Cómo se reconocían, a pesar de todo, con semejante normalidad Max Aub con Luis Rosales es algo que recuerdo que llamaba mucho la atención a observadores como Roa Bastos o el propio Cortázar que, atraídos por la novedad de la situación, no disimulaban cierto estupor ante lo razonablemente bien que iban las cosas en aquel pacífico zoo.
¿Sería verdad que el tiempo todo lo cura, lo sería aquel hallazgo emergido del fértil humus post-orteguiano, que suponía inevitable, más o menos a la larga, la conciliación de todo conflicto histórico? El sociólogo Sánchez Vázquez encontraba raro pero esperanzador cuando volvió verse entre Carrillo y Ruiz Giménez, y ni siquiera descartaba el tardío trampantojo del eurocomunismo que Carrillo importó de Italia.
Y enfrente de ellos, desde Laín a Díez del Corral, desde Tierno a Marías, aceptaban con discreción esas paces sobrevenidas mientras la progresía en peso homenajeaba con entusiasmo a Ridruejo en una Biblioteca Nacional abarrotada como nunca. Unos y otros habían comprendido y aceptado el carácter inexorable de la evolución que el tiempo impone a las generaciones. Bueno, pues algo tan fácil de entender como eso es lo que no entiende la tropa actual.
La clave de este cambio no es otra que la mediocridad de una nueva clase política que poco tiene ya que ver con la que permitió pasar de la dictadura a la democracia
Hoy las cosas han cambiado, sin embargo, radicalmente hasta normalizar –esa la metáfora predilecta de los manipuladores— el insulto y generalizar la falsedad con tal de aniquilar al adversario. El icono dominante en nuestra vida pública no es hoy el del idealista derribando el Muro berlinés sino el del vopo de la nueva Stassi recomponiéndolo desde el otro lado. Para uno y otro bando el rival no es siquiera legítimo sino reo –demostrado o indemostrable, da lo mismo—de delitos y tropelías, hasta el punto de que el propio ambón del Congreso se ha convertido en un “corner” desde el que cualquier sobrevenido “speaker” se permite injuriar a las más altas magistraturas del Estado acusándolas alegremente de prevaricadoras cuando no de corruptas. Vean la diferencia entre generaciones y valoren el insalvable desnivel entre la que se jugó el resto a la carta de la reconciliación nacional y los que no conocen otro recurso que soplar sobre los viejos rescoldos de la tragedia española para avivar el fuego de la discordia. Es verdad que la clave de este cambio no es otra que la mediocridad de una nueva clase política que poco tiene ya que ver con la que permitió pasar de la dictadura a la democracia, y que buena parte de ella ha encontrado en la mísera coartada populista –desde el presidente del Gobierno al penúltimo concejal-- una idónea forma de vida. El sanchismo no es más que un indigente ensayo de aventurerismo. Cuando desaparezca del telediario apenas será recordado como una pesadilla.
vallecas
No estoy de acuerdo con su frase final, El sanchismo ha hecho un daño irreparable. Harían falta 20 años para "reparar" España si todas las fuerzas empujaran en la misma dirección, y eso no ocurrirá. La diferencia de los políticos de los años 70 era que TODOS querían que España continuase existiendo como organización político/social. Los de ahora, (desde hace 20 años) izquierda, extrema izquierda, comunistas, separatistas, independentistas, a los que se han unido el PSOE y Sánchez es que desean la destrucción de España como organización, como estado, como país. No pretendo pontificar, pero es así de simple.