Tengo debilidad por los libros de memorias escritos por políticos. Sobre todo por políticos que protagonizaron el tiempo que yo he vivido, especialmente la Transición española desde la achacosa y halitósica dictadura de Franco a la zarandeada democracia actual. He leído muchos y he aprendido, sobre todo, una cosa. Cuando un político escribe sus memorias, generalmente ya retirado de la vida pública, una de dos: o bien hace cuanto puede para justificarse, como si estuviese plagiando el Libro de los muertos de los antiguos egipcios (eso es lo que ha hecho hace poco Mariano Rajoy), o bien decide tirar de navaja y se pone a ajustar cuentas, para lo cual hace falta mucho más talento que para la autocomplacencia. En este caso corre la sangre por las páginas y la lectura se vuelve sabrosísima porque, por lo común, la sangre que corre es la de los antiguos compañeros de partido del autor, a los que tan amorosamente abrazaba ante las cámaras. Esto es lo que ha hecho, gloriosamente, de José Manuel García Margallo, ministro que fue de Exteriores con Rajoy. Y con Soraya. Ay, Soraya.
Libros de estos los hay buenos, mediopensionistas y malos, como pasa con todo. El de Santiago Carrillo me pareció profundamente aburrido: es de los que se justifican. José Bono es un perfecto cotilla y un grafómano incontenible, pero divierte. Alfonso Guerra hace, en sus tres tomos, lo que hizo durante su vida política: callar mucho más de lo que cuenta, pero los libros se pegan a las manos. Aznar es irrelevante: su autobombo (otro que no hace más que autoenaltecerse, y encima no lo escribió él) carece del menor interés. Lo de su señora esposa ya es de juzgado de guardia. El libro de Fraga no hay quien lo aguante, lo mismo que el del vitriólico y vengativo Pablo Castellano. Así casi todos, y son decenas.
Pero hay dos gloriosas excepciones; dos autores que, sin la menor duda, disfrutaron escribiendo sus memorias políticas. Uno es Leopoldo Calvo-Sotelo. Qué escritor, qué belleza de lenguaje y, esto sobre todo, qué sentido del humor. Sus tres volúmenes, sobre todo el primero, Memoria viva de la Transición, son un tesoro impagable. Ese soneto en que escarnece a Ricardo de la Cierva es de lo mejorcito de la literatura satírica española en los últimos cien años. Es, en mi opinión, el mejor de todos. Y el otro, para mí excepcional, es este, el último, Memorias heterodoxas de un político de extremo centro (ed. Península) que ha escrito García Margallo. Ay, Soraya.
Margallo es de los del cuchillo cachicuerno. No lo oculta en absoluto: su afán de venganza es premeditado y confeso. Pero es que hay que ver cómo maneja este hombre la sirla. Su estilo no es el de Calvo-Sotelo –nadie tiene el estilo del inmenso Leopoldo, para eso hay que nacer– pero, con mucha ironía y muchísima mala leche, se descubre a sí mismo cuando cuenta por qué se aproximó a Rajoy, a principios de los 90: porque, como él dice, “sabía leer y escribir”. Eso es, para Margallo, lo que más vale y de lo que presume. Un ejemplo: cuando en el terrible 11-M alguien, en las zahúrdas del poder, vaticinaba que si las bombas las habían puesto los yihadistas el PP “se iba para casa”. Hay que ser Margallo, el pedante y leído y genial Margallo, para contestar con un endecasílabo impecable: “Preocupante diagnóstico, y certero”.
Es ella la que, en la dramática tarde de la moción de censura, pone su bolso en el escaño vacío de Rajoy, como quien coge sitio en el cine o en el autobús. Margallo llama a aquella escena “la tarde del bolso”
Margallo es vanidoso, pero se lo puede permitir: usa el castellano como ninguno que esté o haya estado en sus inmediaciones políticas. Para él, lo que cuenta es tan importante como la forma de contarlo. Busca el adjetivo perfecto, la metáfora exacta; maneja (y lo sabe) el ritmo a la perfección, y lo cambia, lo ralentiza o lo acelera en función de la intensidad de lo que cuenta, de la cantidad de ácido que va esparciendo. Y usa el taco, el lenguaje moderadamente rahez, con la precisión de un chef que añade la pimienta justa y perfecta a la suave ensalada de setas venenosas.
Este hombre se sabe a Shakespeare de memoria, eso no se puede discutir. Se deja ganar por la pasión literaria y convierte a Soraya Sáenz de Santamaría en el retrato puro de Lady Macbeth, pero sin un Macbeth pánfilo y huevón que la estorbe. Es ella la que va eliminando, uno tras otro, con toda precisión y sin titubeos, sin el menor átomo de piedad, a todos sus posibles rivales o a sus estorbos en el camino al trono: Gallardón, Cañete, Wert, Soria. Todos, uno tras otro, recibieron su dosis de ponzoña en la oreja, en forma de noticias, obstáculos o rumores que los reventaron. Es ella la que, en la dramática tarde de la moción de censura, pone su bolso en el escaño vacío de Rajoy, como quien coge sitio en el cine o en el autobús. Margallo llama a aquella escena “la tarde del bolso”.
Trillo, vanidoso y caprichoso
Una cosa queda clara en el libro del exministro, además de su talento de escritor: que esto en que vivimos es una corrala de hilariones y “tiantonias” voceones en la que todos somos iguales, mandantes y mandados. El poder no le quita a nadie el pelo de la dehesa ni el palillo de entre los dientes, por lo menos en privado. Se maneja un país con el mismo desenfado con que se despachaba en una tienda de ultramarinos cuando yo era chaval. Solo se exige un poco de pulcritud, otro poco de labia y saber sonreír (pero todo eso se aprende, hay asesores) cuando aparecen las cámaras. El resto del tiempo, los excelentísimos parecen los huéspedes de un hostal de la calle Valverde, viajeros o estables. A Trillo, Margallo lo despluma como a un pollo, por vanidoso y caprichoso. A Casado le mete un rejón tremendo (“tú no ganaste las primarias: habríamos votado a cualquiera que no fuese Soraya”) y luego lo retrata más o menos como lo vimos en televisión el otro día, como un cruce entre el joven Sheldon y un alumno de Penal que ha estudiado lo justo y que lleva al examen la chuleta enrollada en el canuto del boli.
Margallo era un político a la romana: jamás consentía que le dijesen lo que debía hacer o decir, él tomaba sus propias decisiones
Es desparpajado, es cruel, es ingenioso, es agudísimo, y no se molesta en ocultarlo por una razón: ya le da todo igual. Tiene 75 años y está disfrutando de lo mejor de esa edad, que es reírse de la sobreactuada solemnidad de los demás. De entre sus antiguos compañeros de partido, no le debe un duro de lealtad a nadie. Hizo, siempre que pudo, lo que le dio la gana, lo que pensó que debía hacer. Y lo mismo al hablar: ahora se comprende que más de tres y más de cuatro (ay, Soraya) temblasen como azogados cada vez que al señor ministro le ponían un micrófono cerca, a poco irritado que anduviese. Margallo era un político a la romana: jamás consentía que le dijesen lo que debía hacer o decir, él tomaba sus propias decisiones. Fue siempre de los que preferían pedir perdón a pedir permiso. Pero es que tampoco pedía perdón.
García Margallo ha disfrutado de lo lindo escribiendo este libro. La habrá gozado, sin duda, imaginando el color de la cara de algunos cuando leyesen los párrafos o páginas en que les ensarta, pero sobre todo ha disfrutado con la escritura. Se le nota. Y el gozo de ese elegante desenfado, de ese humor que es, por así decir, gris marengo, porque no llega nunca a negro, se transmite perfectamente al lector. Cada vez quedan menos políticos que sepan, como dice Margallo, “leer y escribir”, y le da a esa expresión su sentido más amplio y exigente.
En fin, una gozada. Pongo el libro en la estantería, junto a los de Calvo-Sotelo.