Víctor Laínez ha sido asesinado en Zaragoza por el simple hecho de llevar unos tirantes con los colores de la enseña nacional. Este catalán de Terrassa ha caído víctima, presuntamente, a manos de un individuo que ya fue condenado por un acto igualmente deleznable. Ningún partido de izquierda o separatista pide siquiera un recuerdo para él.
El mayor honor es morir en combate
Víctor era Caballero Legionario. La Legión se rige, más allá de ordenanzas y leyes que van y que vienen, al igual que va y viene la historia, por su Credo. Se divide, para quienes que lo desconozcan, en diferentes apartados que denominamos Espíritus. El calificado como Espíritu de la Muerte dice: “El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece. Lo más horrible es vivir siendo un cobarde”.
Así ha sido. Su muerte a manos, presuntamente, del ultraizquierdista Rodrigo Lanza, condenado en su día por la agresión a un policía municipal en Barcelona, ennoblece al caído, mientras que envilece al criminal. Con las manos manchadas, estará condenado por siempre jamás a vivir la existencia miserable del cobarde que mata como si de una fiera salvaje, irracional, ebria de odio, se tratase.
El presunto asesino, acompañado por dos personas más -tres contra uno, ¡qué valientes! - golpeó a Víctor con una barra metálica en la cabeza, tras increparlo con gritos de facha. Ya en el suelo, no satisfechos con su bastardo proceder, le dieron de patadas antes de huir dejando atrás suyo a un hombre muerto por llevar una prenda con los colores de España. Por este simple hecho te pueden asesinar actualmente en nuestra tierra. Muy pocos de nuestros políticos en campaña, salvo honradas excepciones, van a rasgarse las vestiduras. Imaginen si llega a pasarle a una persona que hubiera lucido una estelada. Todos los medios de comunicación sacarían en portada la noticia; las tertulias hervirían con los progres de salón indignados ante la violencia fascista; los separatistas y podemitas, todos amigos de ETA, Otegui o de cualquier banda de asesinos que tenga a gala perpetrar crímenes contra inocentes, convocarían minutos de silencio, manifestaciones, escraches, quema de containers, en fin, la de Dios.
Los rojos pálidos tienen una excusa perfecta para rehuir el compromiso ineludible en cualquier persona de bien ante tan atroz asesinato: la víctima era simpatizante de Falange. Eso basta para que la conciencia, en caso de tenerla, de todos esos cursis de la izquierda, de todos los señoritos disfrazados de revolucionarios, quede tranquila. Era un fascista, un legionario, un vaya usted a saber qué. No está bien, pero claro, a saber si el asesinado provocó a los ultras izquierdistas, perdón, antifascistas, que es como llaman a los criminales rojos. Las excusas son, en este caso, tan miserables como el acto en sí mismo.
¿Han matado a uno por llevar no sé qué tirantes, pero era simpatizante de Falange? Ah, bueno, pues entonces no pasa nada"
Hasta este punto hemos llegado con tanta permisividad, con tanto reírles las gracias a los violentos y a quienes los apoyan. ¿Han matado a uno por llevar no sé qué tirantes, pero era simpatizante de Falange? Ah, bueno, pues entonces no pasa nada. Somos tan estúpidos que nos hemos creído que los violentos van a discriminar entre sus víctimas. Craso error. Los que hoy justifican la muerte de Víctor con un “era un facha” ignoran que para el criminal no hay más que su impulso violento y no conoce ni a su padre cuando de matar se trata. El asesino lo es porque tiene dentro de sí el veneno de matar a quien sea, como sea y cuando le plazca. Se creen amos de las vidas de sus semejantes y de nada les valdrá su tibieza a los que ahora se escudan hipócritamente cuando les toque a ellos recibir. ETA empezó asesinando a policías, militares y guardias civiles, pero luego siguió con empresarios, comerciantes, trabajadores, políticos electos e incluso mujeres y niños. Nadie está a salvo del furor asqueroso y deleznable del violento. Nadie.
Los muertos, o son de todos o no son de nadie
El presunto asesino es un viejo conocido de la opinión pública. Tras cinco años en la cárcel después de dejar tetrapléjico a un Guardia Urbano barcelonés en el 2006, no parece que su estancia en presidio le haya hecho recapacitar. Protagonista del documental Ciutat Morta, ciudad muerta, Rodrigo Lanza siempre ha sostenido que su caso fue un montaje policial, que el no tuvo la culpa de nada – se le acusó de lanzar una maceta a la cabeza de policía municipal, causándole la tetraplejia -, que, si bien era cierto que estaba de okupa en la casa que los Urbanos habían ido a desalojar ante las quejas reiteradas de los vecinos por ruidos, disturbios y consumo y venta de drogas, no lanzó ninguna maceta a la cabeza de nadie. Se presentó como una víctima de un sistema perverso y terrible. Recuerdo a su madre en la Plaza de Sant Jaume pidiendo justicia para su hijo.
A Lanza lo apoyaron en su día, como no podía ser menos, la CUP, Izquierda Unida, En Comú, Esquerra y Podemos. El mismo Pablo Iglesias se desplazó hasta Barcelona para entrevistarse con los familiares del ahora presunto homicida. Los medios del régimen nacionalista se hicieron eco del documental y entrevistaron a Lanza, presentándolo siempre como una víctima inocente de esa España criminal que tanto les gusta vituperar desde sus confortables satrapías. ¡Cuánta falsedad y cuanta bilis se vertió entonces en contra de los policías! Igual que ahora. Es ese horrendo vicio nacional, etiquetar a las víctimas según sean de los nuestros o de los otros.
No podrá existir una auténtica reconciliación nacional sin que abjuremos de esa malvada separación, porque los muertos, o son de todos o no son de nadie. Esa es la lección que deberíamos aprender de una vez por todas, porque asesinos cegados de odio, por desgracia, va a haberlos siempre. Es a las víctimas las que debemos nuestra piedad, nuestra oración, nuestro recuerdo y, sobre todo, nuestro respeto. Un respeto que debería estar por encima de ideologías y banderas, de filias y fobias. ¿Víctor era simpatizante de Falange? No lo sé ni me importa. No creo que sea el hecho determinante de su muerte. Si ha caído víctima de la ceguera de un criminal es motivo más que suficiente para considerar su muerte como un episodio trágico, uno más, en esta historia española jalonada de víctimas que lo fueron por tener unas ideas, las que sea.
No seamos banales ante la muerte de un semejante, ni la neguemos, ni la escondamos en el trastero de la mala conciencia, porque eso sería la cobardía más infame de todas"
Me gustaría pensar en un cementerio que fuese común para todos los españoles, un cementerio en el que descansasen en paz Ernest Lluch y Miguel Hernández junto a José Antonio y Muñoz Seca, todos víctimas de aquellos que, desde un extremo o el otro, jamás sabrán conjugar el verbo perdonar. Me imagino – uno es creyente, ya me entenderán – al poeta del sol y de los trigos charlando pacífica y honestamente con el falangista, a Lluch, uno de los hombres más buenos y sabios que he tenido el privilegio de conocer, intercambiando chistes con el autor de “La venganza de Don Mendo”. Qué hermosos diálogos, que auténtica reconciliación, que hermandad de espíritus truncados por la bala disparada con alevosía homicida.
No, no despachen el crimen de Zaragoza con un “pero es que era simpatizante de Falange”, porque eso sería tanto como justificar que a alguien se le pueda enviar a la muerte por su raza, por su sexo, por su religión. No seamos banales ante la muerte de un semejante, ni la neguemos, ni la escondamos en el trastero de la mala conciencia, porque eso sería la cobardía más infame de todas.
Me gustaría que los alcaldes podemitas como Ada Colau convocasen un minuto de silencio por el Caballero Legionario. Me gustaría que todos los partidos en campaña hicieran un recordatorio de este ciudadano que murió a manos de un salvaje. Me gustaría que TV3 y Catalunya Ràdio le dedicasen algo de su tiempo, entre proclama y proclama separatista. Me gustaría, en suma, algo más de compasión, de piedad y algo menos de orgullo y sectarismo.
Ahora que estamos a punto de celebrar el nacimiento del hijo de un humilde carpintero de Galilea sería bueno recordar que lo crucificaron por pedir que nos amásemos los unos a los otros. Veintiún siglos después seguimos igual. Nos cuesta mucho amar a los que caen si no son de los nuestros. Adiós Legionario, la muerte no es el final.
Miquel Giménez