Último lunes de abril. En el día número 44 de confinamiento descubro que el mundo me hace la cobra y hasta mi biblioteca ha dejado de obedecerme. No miento. Ha ocurrido, tal cual. Después de dos horas, conseguí colocar en su sitio los ensayos, novelas, poemarios y biografías de las que he echado mano en estos días para escribir. De momento, bien.
La biblioteca y el escritorio están revueltos: mi balda de Octavio Paz y Borges anda desparramada, los clásicos ni se diga, los poemarios saltan y hasta los autores más ordenados se han movido de lugar. Los voy organizando por torres a las que volveré. No las puedo desmontar: son lecturas recurrentes en estos días. Las necesito para escribir.
Cuando ya he acabado, al menos en sus andamios esenciales, me echo a la calle a toda prisa. El estanco abre a las diez de la mañana y llevo sin fumar desde anoche, cuando di cuenta del último de la cajetilla. No puedo escribir sin tabaco y en estos días tele-escribo unas cosas, a la par que escribo otras. Las novelas son como lo altos hornos, no paran, tiene su propia inercia. Unas cosas y otras me han convertido en una chimenea.
Al verme, la persona que aguarda para entrar salta hacia atrás como si en lugar de ver una mujer hubiese visto un tigre...
De camino hacia el estanco, me cruzo con niños enmascarados en sus monopatines y una que otra abuela que hace las veces de madre. No tengo alma de celador ni de policía, me solidarizo secretamente con la anciana y apuro el paso por la calle Biarritz rumbo a la tienda de tabaco. La fila es larga y lenta. Pido la vez, como en una panadería, y espero unos diez minutos.
Al fin he comprado mi cajetilla, así que piso la acera rumbo a mi casa. Al verme salir del local, la persona que aguarda para entrar salta hacia atrás como si en lugar de ver una mujer con raíces oscuras en el cabello hubiese visto un tigre. No es la primera vez que me pasa. Y no creo que sea por mi deteriorado estilismo ni por mis Chuck Taylor rojas que he elegido como uniforme de campaña.
Lo mismo me ocurrió hace unos días en los estantes del supermercado. Un buen hombre llevaba ya cerca de diez minutos detallando las orlas y matices en los logos de las cervezas nacionales. Cuando le pregunté si podía hacerse a un lado para coger un pack de botellines, se hizo a un lado con terror, como si le hubiese enseñado una granada. No lo critico, yo misma practico la misantropía, pero la conducta empieza a tener sus réplicas mínimas.
Cuando le pregunté al sujeto si podía hacerse a un lado para coger un pack de botellines, se hizo a un lado, con terror
Echarse hacia atrás, incluso cuando alguien se acerca a saludarte comienza a ser normal. Como si tiraran de un collar invisible amarrado a nuestro cuello. Entro en casa a toda prisa, aún incómoda por la cobra en el estanco y por ese pánico ante la proximidad de unos y otros. Me quito las converse, las dejo en el balcón. De ahí corro al grifo y me lavo las manos: primero las palmas, luego el dorso, también entre los dedos y luego las uñas.
Al entrar en la habitación donde escribo, me encuentro con la que la torre de libros urgentes se ha derrumbado llevándose por delante las otras dos: las de los libros sobre la tragedia y los ensayos sobre Pedro Páramo. Resoplo, me agacho y recojo Un día de cólera, de Pérez-Reverte. Estoy cabreada e inquieta, casi como Velarde, a punto de montar mi propia revuelta entre un montón de libros desparramados. El mundo me hace la cobra, pues.