No se debe premiar a quien no hace honor a su palabra
A nadie se le debe obligar a ser rico o a buscar la gloria, de la misma manera en que sería ocioso forzar a que los individuos tengan como único objetivo en sus vidas la búsqueda de la sabiduría. Kipling así lo creía porque él, siendo un sabio, poseyó riquezas y glorias, sin mayor acicate que su propio fuego interior.
Hemos de admitir que el común de los mortales estamos más hechos a las miserias cotidianas que a las gestas heroicas y por eso debemos desarrollar la comprensión hacia los demás; falibles como somos, deberíamos disculpar los yerros ajenos en aras de los nuestros. Recuerdo la anécdota de aquel hombre que, recién finalizada la terrible guerra incivil, mantenía en su casa a una antigua sirvienta, la misma que lo había denunciado a los milicianos, denuncia que casi le cuesta la vida. Se salvó del paseo in extremis fugándose de sus captores y pasando al bando nacional. Un amigo de este, indignado, le preguntó si no pensaba denunciarla su vez, a lo que el protagonista contestó con una sonrisa: “Ya hemos sufrido bastante todos. Además, tú comprenderás que con lo que le pagaba no esperé nunca tener en mi casa sirviendo al general Moscardó”.
Tampoco se debe exigir a los ex Consellers que emulen al héroe de la defensa del Alcázar o, por mentar el 1714, al también general Moragas, un militar austriacista ejecutado por las tropas de Felipe V, colgando su cabeza en una jaula durante muchos años en la vía pública para escarmiento de rebeldes y levantiscos. Que los ahora encarcelados cobren unos sueldos jugosos no implica obligación ninguna de autoinmolarse. Ahora bien, algo de dignidad se agradecería. Ese chalaneo con la propia convicción provoca sonrojo y no poca desorientación incluso entre sus correligionarios. Porque todos sabemos que ni Junqueras ni el resto de los cesados Consellers han cambiado de opinión, es más, si tienen ocasión de volver a las andadas es indudable que lo harán.
¿Es justo que a ellos se les pudiera aplicar el beneficio de la duda, mientras que existen miles de presos a los que nadie les ha preguntado si, un decir, piensan respetar la propiedad privada de ahora en adelante, tras estar presos por robo, facilitando con ello su salida de presidio?"
¿A qué, pues, ese vil comportamiento ante la justicia, diciendo que ahora sí, que aceptan unas leyes que ellos mismos se empeñaron en vulnerar, destruir y cambiar por otras hechas a su medida? ¿Es tan ingenua la justicia como para admitir que, por el simple hecho de decir que se acata una ley, se garantiza el cumplimiento de la misma, máxime tratándose de estas personas? ¿Es justo que a ellos se les pudiera aplicar el beneficio de la duda, mientras que existen miles de presos a los que nadie les ha preguntado si, un decir, piensan respetar la propiedad privada de ahora en adelante, tras estar presos por robo, facilitando con ello su salida de presidio?
Hay una amargura infinita detrás de esta comedia, movida solamente por intereses espurios. No existe nada digno de ser admirado en esto. Nada. Vendieron su razón y su deber ante el espejismo de una fácil y aparente gloria de la misma manera que ahora venden su ideario ante la excarcelación. Es un precio barato, deben pensar. De hecho, las fianzas que pudiera imponerles el juez ya están listas para ser pagadas por la ANC y Ómnium, según dichas entidades. Qué fácil y cuan poco cuesta ser un héroe de cartón piedra en esta España de sobres en B y políticos irresponsables. Y qué profunda tristeza, que dolor más hondo produce ver como se premia al perjuro.
¿Dónde reside la honradez?
Desde luego, no en las casas de quienes siguen aprovechándose de su condición de demagogos políticos ni en las de aquellos que transigen con estos. La honradez y el honor, conceptos ahora risibles para los revolucionarios de cien mil al año, no tienen el menor valor. No las busquen entre esta gente, háganlo en los hogares de los menesterosos. Allí es donde más fácilmente se encuentran. En unos versos inmortales, Shakespeare decía que la honradez vive como una mendiga en vil y decrépita casucha, igual que la perla, que lo hace en una ostra inmunda, rodeada de carne corrompida. En las mansiones burguesas o en los aristocráticos palacios no esperen encontrar un gramo de ambas cosas.
No siendo popular el concepto de legalidad, porque tal parece que la mayoría de políticos ágrafos hacen del desprecio a ésta su mayor blasón y mérito, bueno sería recordarles una muy antigua y, quizá por eso mismo, venerable y justa: el Código del buen rey Alfonso X, conocido con el sobrenombre de El Sabio. Entre palabras repletas de sabiduría, encontramos una que resulta particularmente útil en el billete de hoy: “…así fuere el modo de nuestros padres, que por valorar la honra como la más alta entre todas las virtudes, de mil hombres que aspirasen, elegían solo a uno como caballero”.
No hay el menor atisbo de escarmiento, ni propósito de enmienda, ni humildad. Siguen ensoberbiados, mercadeando con sus propias ideas a las que no tienen el menor reparo en bastardear una y mil veces si fuera menester"
Nadie de los que nos sumieron en el tenebroso camino del independentismo de conveniencia, el de los cargos repartidos entre amigos y familiares, es digno de ser, ya no caballero, sino pícaro de cocina, esos ruines sucios, ladrones y vividores, acerca de los cuales el cocinero de Su Majestad – sirvió en la cocina de palacio de Felipe II a Felipe IV – Francisco Martínez Motiño nos advertía severamente. Ni a esa baja estofa podrían aspirar. No se han vendido por un plato de lentejas, como el Esaú bíblico, es cierto, lo harán por considerarse superiores al resto de sus conciudadanos hasta el último instante. No hay el menor atisbo de escarmiento, ni propósito de enmienda, ni humildad. Siguen ensoberbiados, mercadeando con sus propias ideas a las que no tienen el menor reparo en bastardear una y mil veces si fuera menester.
No les suponemos leyendo y admirando el Bushido, el código de honor que ha sustentado siglos y siglos de civilización japonesa, loado por Mishima hasta el punto de que decidió acabar con su vida mediante el Seppuku, o suicidio ritual samurái. Tampoco los imaginamos siguiendo el código de honor legionario, el Credo, que obliga a todo aquel que forma parte de la Legión a una rigurosa conducta con respecto a uno mismo y a los demás. A esta gente solo puedes hablarles de cargos, listas electorales, poder político, pactos contra natura, en fin, de lo banal de la vida, lo efímero, lo que acoge a la mediocridad que no alberga en su pecho más que la mezquindad del usurero que hace del abuso su medio de vida.
Podrán salir en libertad si el juez así lo decreta, que, a diferencia de ellos, respeto las leyes y a los que las administran, aunque me parezcan en no pocas ocasiones desacertadas unas y otros. Podrán hacer campaña electoral, prodigarse en mítines, entrevistas, podrán dormir cómodamente en sus camas como si aquí nada hubiera pasado. La ley así lo contempla llegado el caso. Pero que no pretendan hacernos creer que la suya es una conducta honorable, como reza el título que a se les concedió al acceder a una Conselleria. No conocen el sentido de esa palabra y les rogaría que se abstuviesen de emplearla.
Carecen de honra y de barcos, son acreedores de que se los trate con vilipendio, de formar parte de los anales de gentes que, sin honor, ostentaron un cargo en nuestro país. Consolémonos leyendo a Cervantes:
- - La desventura mayor,
más espantosa y temida
es la de perder la vida.
- - Primero es la del honor.