Hasta que este desdichado martes de febrero se confirmó que el Gobierno de España aceptaba la exigencia del secesionismo catalán de nombrar un mediador -ahora lo pueden llamar relator, notario o como les parezca, pero no dejará de ser un mediador-, la petición que se hacía a Pedro Sánchez desde los partidos de la Oposición era la de que convocara cuanto antes elecciones. A esa demanda se han ido adhiriendo no pocos observadores, organizaciones sociales, intelectuales y medios de comunicación, convencidos de que era la salida más sensata a una situación política en la que la debilidad del partido gobernante y el permanente chantaje al que, a través suyo, venía sometiendo al conjunto del Estado el independentismo componían un panorama altamente preocupante y por ende insostenible.
Pero el martes todo cambió. El presidente del Gobierno, abriendo la puerta a una de las más inaceptables reclamaciones de Quim Torra, dio otra vuelta de tuerca a la indecente estrategia de acomodar a los deseos del secesionismo catalán su obsesión por mantenerse en el poder. No hay que ser especialmente perspicaz para llegar a la conclusión de que la internacionalización del “conflicto” ha sido desde siempre uno de los objetivos esenciales del independentismo, y que el paso dado con la asunción y posterior justificación de la figura del “relator” es desde esta perspectiva una extraordinaria conquista de Torra, Junqueras y Puigdemont, quienes a partir de ahora no dudarán en usar a tan estrafalario intermediario como prueba de la existencia de un conflicto entre iguales.
Pedro Sánchez da otra vuelta de tuerca a la indecente estrategia de acomodar a los deseos del secesionismo catalán su obsesión por mantenerse en el poder
Un intermediario, por cierto, que deberá ejercer sus funciones en el contexto de las 21 reclamaciones que Torra entregó a Sánchez y que, supuestamente, habrán de ser negociadas o al menos discutidas en las reuniones a las que aquél asista. Veintiuna exigencias que inciden en la tesis machacona y torticeramente mantenida por el nacionalismo catalán, y que dibuja una España antidemocrática en la que se juzgan ideas y no hechos. Veintiún puntos en los que los sucesores de uno de los partidos más corruptos de nuestro país, Convergència Democrática, reclaman “ética política”; en los que los que desprecian los derechos políticos de más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña piden respeto a los derechos humanos; en los que aquellos que han propuesto que en la futura república catalana a la cúpula judicial la nombre directamente el presidente de la Generalitat acusan de falta de independencia a los tribunales españoles.
El listado de reclamaciones del mayordomo de Puigdemont no es más que un infumable y arbitrario panfleto, una colección de sandeces y groseras falsedades. El problema es que al otro lado de la mesa hay un tal Sánchez dispuesto a recoger el guante y al que, llegados a este punto crucial, no se le puede conceder ni un minuto más de margen. Más allá de la legítimamente airada reacción de los partidos de la oposición, y de las medidas que estos puedan adoptar, los diputados socialistas en el Parlamento, al menos los no “sanchistas”, arropados por los dirigentes territoriales del PSOE, deben amenazar con romper la disciplina de partido anunciando que no apoyarán los presupuestos si no se produce de inmediato en este desgraciado asunto una rectificación en toda regla por parte del presidente del Gobierno.
Si queda algo de sentido común en el PSOE, y de sano patriotismo en los que aún creen que por encima de las siglas y las personas hay principios mucho más valiosos a preservar, a lo que deberíamos asistir en las próximas horas es a la reacción en forma de ultimátum de quienes ya han podido constatar sobradamente que su líder parece dispuesto, en su osada mediocridad, a llevarse por delante al socialismo democrático y al entero país. Eso, claro, en el supuesto de que quede algo de dignidad -y de instinto de autodefensa- en la filas del partido que pilotó con acierto la segunda fase de la Transición.