Cuentan que, en los primeros años de la Transición, dos buenos amigos, Miquel Roca Junyent y Narcís Serra i Serra, echaron a suertes a qué partido, de los dos que iban a copar el poder en Cataluña, se iban a apuntar: la Convergència de Jordi Pujol o el PSOE de Felipe González. En su época estudiantil Roca había declarado en más de una ocasión su vocación política de izquierdas. Le tocó Convergència. A Serra, menos expansivo, el PSC-PSOE. Hay quien mantiene que a los socialistas les hubiera ido mejor si el resultado del sorteo hubiera sido el contrario. Pero esa es otra historia.
En todo caso, ninguno de los dos ha desmentido nunca la anécdota (se non è vero, è ben trovato). Al menos públicamente. Quizá porque, más allá de la exactitud del relato, hay en él un incuestionable fondo de verdad que ilustra la principal característica de la política catalana de los últimos cuarenta años: el reparto del poder político y económico entre un puñado de clanes y unas decenas de familias. Serra, dijo con énfasis el principal acusado del “Caso Palau”, Fèlix Millet, “es una de las 400 personas que nos encontramos en todas partes”. Una de las 400 personas que se repartieron el poder y el pastel, le faltó añadir.
El PSOE pudo poner fin a ese fraudulento prorrateo de poder y de dinero en el que el nacionalismo convirtió la política catalana, pero hizo todo lo contrario
EL PSOE, no confundir con el PSC, pudo romper esa dinámica, pero no hubo huevos. Lo pudo hacer mientras en la marca compartida, PSC-PSOE, era el segundo el dominante. Lo debió hacer cuando en 1986 los fiscales Mena y Villarejo pidieron el procesamiento de Pujol y otros 17 exconsejeros de Banca Catalana, el banco del abuelo Florenci, por apropiación indebida, falsedad en documento público y maquinación para alterar el precio de las cosas. Poca cosa. Estaba obligado a hacerlo después de que, en un inesperado arrebato, un memorable 24 de febrero de 2005, Pasqual Maragall le espetara a Artur Mas, en la cara y en sede parlamentaria, aquello de “vostès tenen un problema, i aquest problema es diu tres per cent”.
El PSOE pudo poner fin a ese fraudulento prorrateo de poder y de dinero, pero hizo todo lo contrario. Amedrentado por las amenazas del nacionalismo, los socialistas decidieron callar y proteger a Pujol. En noviembre de 1986, el pleno de la Audiencia de Barcelona, por 33 votos frente a 8, decidió no procesar al Molt Honorable y continuar la instrucción del caso contra el resto de acusados. Un verdadero escándalo cimentado sobre el miedo y la compra de voluntades. Después, Serra, siendo vicepresidente del Gobierno, utilizó emisarios buscando un trato más benévolo por parte de la Fiscalía para el resto del clan y Maragall se tragó su acusación y evitar así pagar un alto precio por su osadía.
Un mal ministro, un buen candidato
Con el aliento de las investigaciones judiciales en el cogote, el 25 de julio de 2014 Pujol reconoce haber ocultado a la Hacienda Pública durante 34 años “un dinero ubicado en el extranjero”; 290 millones de euros, según la Policía. Pero el tiempo, ya se sabe, lo cura todo, y hace unas semanas, el pasado mes de diciembre, Pujol tomaba asiento, entre aplausos del respetable, en el palco oficial de la Generalitat en el Gran Teatre del Liceu. No se representaba “L'occasione fa il ladro” (La ocasión hace al ladrón), de Rossini, sino “La Traviata”, de Verdi. Una sociedad enferma. Es tan grave y profunda la dolencia que este domingo podemos asistir a la consolidación de la mayoría que ha arrastrado a Cataluña a la mayor crisis política, social y económica de su historia.
Como muy bien retrata Miquel Giménez en su libro sobre el socialismo catalán, el PSC ha sido corresponsable de este trágico despropósito por el que se despeña el bienestar y la convivencia en Cataluña. Y esa historia de acomplejado desistimiento tuvo su colofón el día en el que el contrapeso que durante años representó un PSOE poderoso, comandado por González y Alfonso Guerra, quedó diluido por la aciaga figura de Rodríguez Zapatero. Cuando el inefable ZP, en septiembre de 2015, dijo aquello de “apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán”, se perdió toda esperanza de que en Cataluña sobreviviera una izquierda nacional capaz de cerrar la fractura abierta por el nacionalismo.
El propósito que debe guiar el voto de todos los que se sienten españoles y demócratas debe ser impedir una nueva mayoría absoluta del independentismo. Lo demás es secundario
Este artículo podría haberse titulado: “Por qué es necesario un nuevo partido de centroizquierda, también en Cataluña”. Los argumentos que en su día expuse aquí, son más nítidos y urgentes de aplicar en el territorio minado en el que los nacionalistas han convertido la política catalana. Pero las iniciativas políticas han de respetar los tiempos. Si no lo hacen, acabarán fracasando. En este domingo crucial, el objetivo no debe ser castigar a Pedro Sánchez, o a Pablo Casado, sino reforzar el constitucionalismo. El 14 de febrero, el propósito que debe guiar el voto de todos los que se sienten españoles y demócratas, por encima de cualquier otra consideración, debiera ser impedir una nueva mayoría absoluta del independentismo. Lo demás es secundario.
Nos guste o no, Salvador Illa es la mejor opción del voto útil contra el secesionismo. Ha podido ser un mal ministro, pero en este nuevo pulso al constitucionalismo Illa es el único candidato que tiene alguna posibilidad de evitar que los partidos independentistas acaparen todo el poder. Como también la de Alejandro Fernández es una opción mucho más necesaria que la que representa Vox. La recuperación de un centroderecha no nacionalista en Cataluña, vital para revertir la actual dinámica de peligroso desapego de una parte de la sociedad, pasa porque el primer partido de la Oposición en el conjunto de España tenga un significativo peso en Cataluña y País Vasco, y no ceda espacio a fenómenos que agudizan la polarización.
Como escribía el martes Rodríguez Ibarra, “son los catalanes, hombres y mujeres, los que tienen en sus manos el resultado de estas elecciones. Si se dividen, vencerán los enemigos de la democracia y de la Constitución. Que después no venga nadie llorando”. Esa es la cuestión. Y la pregunta clave que en estas horas muchos deben hacerse en Cataluña es: ¿de verdad estamos dispuestos a pegarle a Sánchez una patada en el culo del constitucionalismo?