Opinión

Un pícaro en La Moncloa

Sánchez aúna en proporciones gigantescas audacia, persistencia y ambición, y como no tiene nada que perder al ser tan escaso su bagaje su capacidad de arriesgar hasta la temeridad es infinita

  • Pedro Sánchez, en La Moncloa.

La azarosa historia de Pedro Sánchez ha sido objeto de asombro, admiración, indignación o censura, dependiendo de quién la haya comentado o del aspecto de su biografía tomado en consideración. Sin duda, es notable la hazaña de un individuo que, pese a que sus conocimientos  -es célebre su referencia a Soria como la ciudad natal de Antonio Machado-, calidad moral -notable su intento de montar un pucherazo en el Comité Federal del 1 de Octubre de 2016-, dotes intelectuales -su tesis doctoral es un ejercicio extremo de banalidad combinada con plagio- y trayectoria política -un diputado segundón entrado en el Congreso de rebote- no parecían en principio llamarle a altos destinos, ha llegado nada menos que a la Presidencia del Gobierno. La explicación de este singular suceso, como la de tantos fenómenos naturales, sociales o humanos, no es única y debe buscarse en varios planos.

Uno es la personalidad del interfecto. Sánchez aúna en proporciones gigantescas la audacia, la persistencia y la ambición. Como no tiene nada que perder al ser tan escaso su bagaje, su capacidad de arriesgar hasta la temeridad es infinita. En cuanto a su fuerza de voluntad para superar las caídas es ya legendaria. Resulta evidente asimismo que su deseo de éxito, fama y poder es de tal intensidad que orilla lo patológico. Y, como colofón, al carecer por completo del más mínimo rastro de escrúpulos éticos no existe límite para sus acciones al servicio de su interés personal. Semejante cóctel representa una bomba de relojería colocada en el núcleo mismo de nuestro edificio institucional, jurídico, político y económico, que puede acabar haciéndolo saltar por los aires si su mandato se prolonga más allá de lo tolerable.

Una partitocracia corrupta y oligárquica, superpuesta a una ley electoral nefasta, ha provocado un paulatino descenso del nivel de nuestras elites políticas

Otra perspectiva la ofrece nuestro sistema constitucional y el modelo de democracia en el que se ha convertido tras cuarenta años de degeneración imparable el bienintencionado montaje de la Transición. En efecto, desde 1978 hasta hoy los defectos estructurales y las vías de agua que se aceptaron en los tensos años finales de la década de los setenta del siglo pasado, para conseguir el gran pacto civil que permitiera pasar del autoritarismo a la libertad sin rupturas traumáticas, han ido pasando factura sin que ninguno de los dos grandes partidos nacionales hiciera nada por remediarlo, hasta culminar en el lamentable espectáculo actual, una España fragmentada, convulsa y desorientada que camina, salvo una reacción colectiva radicalmente regeneradora, hacia su disolución. En este contexto, una partitocracia corrupta y oligárquica superpuesta a una ley electoral nefasta ha provocado un paulatino descenso del nivel de nuestras elites políticas hasta abrir brechas por las que se han colado hasta las máximas responsabilidades de las cúpulas de los partidos personajes de inepcia manifiesta o de histrionismo estrafalario que en un país serio jamás hubieran salido del anonimato.

Una tercera perspectiva se encuentra en el tipo de sociedad que hemos configurado. La educación nunca ha sido una prioridad en nuestro país, y la progresiva tendencia al igualitarismo, la inclusividad, la sindicalización, la renuncia al esfuerzo y al mérito y el adoctrinamiento ideológico en nuestras aulas no ayuda precisamente a la abundancia de ciudadanos dotados de criterio a la hora de votar o de exigir a sus representantes honradez, coherencia y competencia. Una cultura de la imagen y del tuit destructora de la reflexión y del debate informado y sereno, para sustituirlos por el desboque de los impulsos emocionales y del instinto tribal, se suman a este cuadro desolador y facilitan el encumbramiento de arribistas, oportunistas y desaprensivos a los puestos decisivos de la dirección de la cosa pública.

Sánchez es una bomba de relojería que, colocada en el núcleo mismo de nuestro edificio institucional, puede acabar haciéndolo saltar por los aires

Un hecho que arroja luz sobre las continuas contradicciones e inconsistencias del comportamiento del secretario general de los socialistas es que su intención nunca fue desarrollar un proyecto o gobernar con acierto, sensatez y sentido de Estado asuntos que le importan una higa. Su objetivo ha sido únicamente situarse donde está y permanecer ahí todo el tiempo posible. Por eso no le hizo ascos a apoyarse en una coalición aberrante de populistas utópicos y separatistas contumaces para derribar a Rajoy y poder formar Gobierno. Nadie en su sano juicio se prestaría a gobernar una nación de la mano de los que tienen como propósito destruirla, salvo que su lógica sea otra sin relación alguna con la que se supone debe orientar la conducta de un jefe del Ejecutivo dispuesto a servir al bien común. Desde el momento de su toma de posesión, Sánchez sabía que lo que estaba haciendo no tenía ni pies ni cabeza y que significaba un serio riesgo para la existencia misma de España. Así, adquieren sentido decisiones que de otra forma serían incomprensibles, como insistir en un diálogo con los golpistas condenado al fracaso, adoptar medidas económicas patentemente ruinosas sobre el mercado laboral, los presupuestos o las pensiones, viajar frenéticamente al extranjero mientras el país se descompone, designar candidatos para las elecciones atropellando la democracia interna de su formación y forzar al CIS a publicar encuestas disparatadas que son el hazmerreir de todo el mundo.

En la mejor tradición de nuestra picaresca, rige nuestros destinos una versión actualizada de Lázaro de Tormes, que no salta de amo a amo en doloroso ascenso por la escala social, sino del helicóptero al Falcon y del Falcon al Airbus, un desgarramantas cínico y escurridizo con la epidermis crecientemente endurecida por los avatares de la vida y que coronará su turbulenta carrera no como pregonero gracias a un arcipreste lujurioso, sino en la envidiable condición vitalicia de expresidente con coche oficial, secretaría, poltrona en el Consejo de Estado e invitaciones a dar conferencias en foros diversos. La realidad, una vez más, supera a la ficción.

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