Lo mejor de estos días encerrados es que ya no planchamos. Lo segundo mejor es que, además del aburrimiento, hay otra cosa que nos asemeja al personaje de Scarlett Johansson en Lost in Translation: el chándal. Una cosa enlaza con la otra porque la plancha, ese objeto nunca suficientemente odioso, ha sido arrumbada en cualquier rincón precisamente porque el confinamiento también ha cambiado de golpe nuestra vestimenta. Y lo tercero mejor es que jugamos más que nunca.
La plancha y el chándal nunca han congeniado. Siempre han estado enemistados porque pronto descubrieron, como por cierto les pasará a unas cuantas parejas confinadas, que no se necesitaban. La prenda más cómoda de la historia se ha impuesto en nuestra rutina y el trasto más incómodo de la historia ha desaparecido de nuestras arduas tareas domésticas porque no podemos salir de casa. Así de simple y así de obvio.
Es probable, eso sí, que las personas más coquetas o que quieran autoengañarse simulando que hacen vida normal opten por seguir vistiendo vaqueros, chinos y camisas que necesitan su puntual planchado. En cambio, en el caso de los hogares con niños, resulta aún más obligatorio ponerse el chándal porque tu hijo puede pedirte juegos que implican movimientos inverosímiles como rebozarte por el suelo, saltar de mil maneras y caminar imitando a cualquier bicho.
En una sociedad como la nuestra, gobernada por la estética y adicta a los selfies en Instagram, lo del chándal no es un dato anecdótico, sino categórico. Ahora nos lo ponemos todos a todas horas, pero hasta hace unos días parecía que sólo podían llevarlo con cierta elegancia los cantantes de rap, los deportistas, algunos dictadores iberoamericanos y los alcaldes corruptos de Marbella. O sea, el coronavirus ha provocado la democratización del chándal -todos pueden ponérselo- pero no de quienes lo visten -porque los sinvergüenzas lo son vistan lo que vistan-.
De la plancha y de su correspondiente tabla es preferible no saber nada por el momento. Por el contrario, buscando información sobre la historia del chándal -qué cosas hay que buscar a veces- encontré en un reciente artículo de El País que un tal Karl Lagerfeld, que por lo visto fue una estrella de la moda pero a mí personalmente me parece un ser pretencioso y un tanto tarado, decía que "el chándal es un símbolo de derrota: has perdido el control de tu vida y te compras uno".
No creo que se pueda ir tan lejos. Sí es cierto que el chándal era hasta ahora (y puede que vuelva a serlo tras el enclaustre) sinónimo de cierta desidia. Ponértelo te desdibuja la figura y parece echarte encima más peso, pero no sólo en kilos. Esa prenda te apelmaza y te empuja a seguir eternamente en el sofá. Es como si te fijase al mueble y te obligase a ver la tele o leer un libro sin moverte un ápice salvo para ir al baño.
Esas placenteras sensaciones con el chándal puesto son para quienes no tienen hijos. Porque los padres de familia no podemos permitirnos esa lujosa vagancia salvo cuando el retoño duerme. Este Viernes de Dolores, vigésimo día de reclusión, jornada especialmente triste para todos aquellos que se arreglaban para ir a ver la procesión de turno y esta vez no pudieron hacerlo porque hibernaban en sus sofás, por supuesto ataviados con sus viejo chándales, nuestro pequeño se despertó, como en las diecinueve ocasiones anteriores, con muchas ganas de bailar. Y de cantar. Y de dibujar. Y de cocinar. Y de pintar. Y de hacer puzles. Y de jugar a unas cuantas cosas más.
Parece que, como desveló este periódico, esto se alargará al menos otro par de semanas. Serán, como hasta ahora, días propicios para los chándales, la ropa arrugada y los juegos infinitos. Después, sea cuando sea ese incierto "después", el chándal volverá al armario, que es su hábitat natural, la plancha volverá a nuestras vidas, como siempre retornan las peores pesadillas, y los juegos seguirán siendo como siempre: insuficientes.