Imagino que muchos recordarán la época en que todo el mundo hablaba, por supuesto que elogiosamente, de la primavera árabe, una mezcla prodigiosa de casi todos los bienes imaginables, la democracia conquistando tierras refractarias y avanzando a lomos de las nuevas tecnologías, la esperanza encarnada en imágenes de ensueño y en mensajes breves, rotundos, inequívocos. Por entonces era todavía reciente el triunfo de Obama, y su Nobel de la Paz, y se daba por hecho que su victoria se había fundado en el juvenil manejo de las redes sociales, en una forma nueva y muy fecunda de democracia digital y directa.
Las nuevas armas del bien han traicionado a sus benefactores y se han pasado al eje del mal, lo mismo sirven a Trump que al infierno islamista
Ahora esa primavera se ha torcido en una especie de continuado noviembre, en siniestro oficio de difuntos, y hasta parece que Obama y Hilary han perdido su capacidad de comunicación, que las nuevas armas del bien han traicionado a sus benefactores y se han pasado al eje del mal, lo mismo sirven a Trump que al infierno islamista, en fin, un desastre para el optimismo sin demasiada base que se desencadenó con mayores ganas que motivos.
Algo hay que decir
Lo que no ha cambiado es la necesidad que tenemos de hablar, de entender, de saber a qué atenernos, y si el mundo se ha hecho demasiado amplio y ajeno para someterlo a un análisis simple, ello no basta para que renunciemos a resumirlo con brevedad y ad usum delphini, solo que ahora ese delfín que en las democracias somos todos, no está protegido por una nube de maestros expertos, sino a la intemperie de millones de mensajes tan contradictorios como extraños, y ha aprendido a protegerse por su cuenta, ha redescubierto el efecto relajante que tiene emplear las mismas palabras que todo el mundo, la sensación de entender que se alcanza cuando por todas partes se repiten las mismas consignas vagamente clarificadoras.
Ese es el éxito que ha logrado el diagnóstico que se resume en el término populismo, de tan rara eficacia como discutibles méritos. Baste pensar que esa explicación de urgencia se ha empleado lo mismo para entender el triunfo de Trump, que el éxito de Podemos, la derrota frecuente de los partidos tradicionales, y el éxito continuado, o no, de regímenes escasamente homologables a la democracia, tanto a Maduro, que sigue en el machito, como a la viuda Kirchner, que ha debido de salir por piernas ante la victoria de Macri, que seguramente también tendrá lo suyo de populista. Debería darnos que pensar que un mismo marbete se le pueda aplicar lo mismo a Beppe Grillo que a Farage, a cualquiera de los Le Pen o al malvado Pedro Sánchez, que amenaza a la nomenklatura de su expartido con el poder de los descontentos.
Una definición imprecisa
El término ha tenido tanto éxito que se usa lo mismo por los analistas del ABC que por los que perpetran las sábanas del periódico global, tan profundo y clarificador es el significado que se le supone. No hay tuttologo que se precie capaz de renunciar a usarlo menos de tres veces por minuto, de forma que entre sus promotores con más seso se ha establecido una interesante competencia para desentrañar su capacidad explicativa, para destilar su esencia, una competición que no ha hecho sino comenzar porque es muy difícil sustraerse a la magia de mantras tan exitosos. Fijémonos, sin embargo, en que lo que tenía de promisorio la “primavera árabe”, lo tiene de desabrido el “populismo”, un término que es casi un insulto, algo que se decía hace unos años de Berlusconi, por ejemplo, y que ahora se trata de convertir en una categoría hermenéutica de primera clase.
De la misma manera que las buenas novelas nos dicen mucho del mundo y las malas nos lo dicen casi todo de su autor, el éxito de un término tan equívoco nos muestra que nos hallamos ante problemas que se escapan a las categorías tradicionales
De la misma manera que las buenas novelas nos dicen mucho del mundo y las malas nos lo dicen casi todo de su autor, el éxito de un término tan equívoco nos muestra sin duda alguna que nos hallamos ante problemas que de algún modo se escapan a las categorías tradicionales, y el éxito de populismo está seguramente en que constituye un intento no demasiado feliz de seguir usando de los odres viejos para entender unas novedades que rompen esquemas, que desautorizan a profetas con oficio, que hacen que ganen los malos, cosa que ya se sabe que no debería suceder en un mundo con enormes ganas de ser decente y que se suponía dotado de prodigiosos recursos tecnológicos para que se difundiesen sin mayor dificultad los principios de los biempensantes, gentes que, sin embargo, casi nunca son capaces de pensar de manera competente.
Probando con los rasgos
Ya que definir el populismo es tarea pendiente, y se supone que ardua, podemos probar con los rasgos que caracterizan a los fenómenos que pretende cubrir, lo que sin duda será tarea más fácil y que tal vez depare alguna pequeña sorpresa: al fin y al cabo, todo el mundo sabe que un pato puede compartir caracteres con, por ejemplo, una manguera, sin que deba confundirnos el hecho de que ambos posean una boca de idéntico diámetro. Cuando se designa de la misma manera fenómenos tan distintos como distantes, hay que presumir que deben poseer una serie de rasgos comunes y pudiera ser que alguno de estos nos indique que es posible, al menos, abonar esa cualidad a un fenómeno menos confuso y epatante que el archimanido populismo.
- Se suele entender que populismo entraña un discurso anti elitista que se supone en defensa del pueblo soberano; sea, pero no estará de más recordar que desde que se han articulado las democracias representativas y, en especial, desde que existen las sociedades de masas, a nadie se le ha ocurrido ganar las elecciones arguyendo los méritos de su eximia tropa (bueno, tal vez a Fraga en el 77), y sin preocuparse por advertir de que no se busca otra cosa que el beneficio de los más, de manera que por este ángulo el populismo será difícilmente distinguible de cualquier propuesta política con un mínimo de intención de hacerse con la mayoría.
- Se insiste en que el populismo supone un estilo político sentimental, un empleo de las identidades como argumento. Vale, pero será extremadamente difícil encontrar, en los últimos setenta años, cualquier política que no haya pretendido ser emocionante, y, además, como brillantemente mostraron en un artículo reciente Javier Benegas y Juan M. Blanco, si en una campaña se han empleado esa clase de argumentos de pertenencia ha sido en la de la señora Clinton, finalmente derrotada por el populista Trump.
- El populismo, se dice, tiene algo de insurreccional, pero se hace difícil ver esa cualidad como algo negativo, a no ser que se sostenga que la mejor democracia es la del sometimiento, un poco en plan Goebbels. Popper ha insistido en que la mejor caracterización de la democracia es la destituibilidad pacífica, no convendría olvidarlo, porque lo que tal vez está pasando es que los electorados se muestran cansados de quienes se identifican abusivamente a sí mismos con la única opción decente.
- También se suele decir que populista es quien ofrece soluciones simples a problemas demasiado complejos. Sin duda es esto lo que piensan esos abogados del estado, por citar lo más obvio, que bien podrían ser descritos con la primera de nuestras notas, pero nadie, o casi, ha intentado nunca hacer política con soluciones complejas para problemas simples, de manera que haríamos bien olvidando semejante criterio.
- A veces se aduce como típico del populismo el carácter carismático de los líderes, pero se trata de una suposición casi contrafáctica, porque no hay, o apenas, líderes sin su gracia. El hecho de que aquí podamos presumir de políticos de éxito sin apenas dones, no autoriza a sacar conclusiones tan tremendas.
Sería interesante, en lugar de tanto lamentar el populismo, tratar de fijarse en las carencias que hacen posible aquello que al parecer tanto se rechaza
Se trata de la política, o mejor, de su ausencia
Sería interesante, en lugar de tanto lamentar el populismo, tratar de fijarse en las carencias que hacen posible aquello que al parecer tanto se rechaza. Tal vez ocurra que, en alguna medida, abunden los que no comparten la definición hayekiana de la libertad, el que pueda haber gente que haga cosas que no nos gusten, y, en el fondo, que predominen quienes creen que la democracia acaba por ser siempre un retrato de lo peor, en lugar de la forma menos mala del mal que siempre nutre al poder político, pero, si en lugares muy distintos y con culturas políticas bastante diversas, salen adelante voluntades populares que expresan un alto grado de descontento, es un poco tarde para caer en la cuenta de lo lejos que estamos del gobierno ideal que imaginaba el autoritario Platón.
Los políticos raramente son mucho mejores que los ciudadanos a los que representan, pero tal vez debiéramos ver detrás de lo que llamamos populismo un profundo signo de insatisfacción que no se va a arreglar con moralina. Si se resquebraja un paradigma que ha durado cerca de setenta años, y que casi ha logrado imponerse, incluso, en los Estados Unidos, no es hora de pensar en los males del libertinaje, sino en las carencias evidentes de las políticas que se rechazan. Acaso no estemos solo ante el final, sino ante un nuevo comienzo en el que la vieja virtus dormitiva del consenso imperante provoca más insomnio que ganas de dormir.