Nos tiene enseñado Heisenberg -recordemos el principio de incertidumbre puesto a su nombre- que no conocemos la realidad, sino tan sólo la realidad sometida a nuestro modo de interrogarla. A la realidad física se la interroga con ayuda de los instrumentos de observación, cuyo progresivo perfeccionamiento ha permitido el avance científico, dada la necesidad de que la teoría diera cuenta de realidades detectadas experimentalmente que rebasaban las leyes que explicaban los fenómenos conocidos hasta entonces. Si del plano de la física pasamos al de la información (véase el libro Sobre las leyes de la Física y la Información. Espasa. Madrid, 2009) podemos confirmar también que en ese ámbito es determinante el modo de interrogar y que la formulación de preguntas queda reconocida como característica distintiva del profesional del periodismo, cualesquiera que sean las condiciones ambientales, de bonanza o de calamidad pública, en que esté ejerciendo el oficio.
Sin preguntas libres, sin La libertad de preguntar sin filtros ni contemplaciones, resultaría un periodismo trucado que debe evitarse en las comparecencias ante la prensa del presidente, Pedro Sánchez; de la ministra portavoz, María Jesús Montero, y de otros ministros y responsables de la lucha contra la pandemia. Que para contener el contagio del coronavirus se hayan adoptado medidas drásticas, como la declaración del estado de alarma y otras concomitantes, que hayan resultado en el confinamiento y la paralización de todas aquellas actividades clasificadas como no esenciales, que deban cumplirse las normas de distanciamiento entre personas, que se recurra al uso de tecnologías como las videoconferencias puede ser adecuado, pero ha de hacerse compatible con la garantía de que ni el secretario de Estado de Comunicación ni nadie haga de filtro antes de que las preguntas lleguen a sus destinatarios y tampoco que se eviten las repreguntas cuando las cuestiones planteadas hayan sido eludidas.
Aquí muchos medios acreditan en Moncloa a becarios, mientras que en Washington ser corresponsal en la Casa Blanca se valora más que dirigir un periódico
Aquí muchos medios acreditan en Moncloa a becarios, mientras que en Washington ser corresponsal en la Casa Blanca se valora más que dirigir un periódico. Por eso, las ruedas de prensa adolecen de falta de tensión dialéctica. No hay sistema ni criterio alguno fuera de la mera arbitrariedad para ir dando la palabra, eligiendo entre todos los que la solicitan, y es una inveterada costumbre que cada uno de los agraciados a quien se le ofrece turno aproveche para hacer entre tres y cinco preguntas con su correspondiente prólogo de puesta en situación. En todo caso, encontrándonos en estado de alarma y dados los poderes tan extraordinarios que asume el Gobierno, la prensa debe aguzar más su instinto de vigilancia y emplazarle con mayor rigor a que dé cuenta de sus tareas. Las ruedas de prensa a que hemos asistido como espectadores de televisión han sido un tongo. Valdría la pena que un organismo independiente hiciera un estudio de las 460 preguntas formuladas en las 46 ruedas de prensa y también de cuántas y cuáles han tenido una respuesta pertinente. Porque, salvo contadísimas excepciones, las contestaciones parecían siempre atenerse al método Ollendorf, que sirve para: responder sin contestar a lo que se pregunta, cambiar la discusión por el discurso, desviar la atención, ocultar, garantizarse la oportunidad de la última palabra y crear un artificio democrático. Además de que en ocasiones los espectadores hemos debido aguantar intervenciones previas extemporáneas, cargadas de una pedagogía doctrinaria y penosa sobre qué sea la patria, la democracia, la Constitución o la condición de inquilino o de casero de los que se acogen a la agencia negociadora del alquiler tan anunciada.
Nuestra mínima defensa consiste en ejercer la libertad seleccionando a quién le damos crédito como prestamistas de nuestros oídos, según precisa Daniel Gamper en su libro Las mejores palabras. Pero “perdemos oído también porque ya hemos escuchado bastante, porque no queremos oír nada más, porque lo que hemos escuchado nos ha dañado”. Coincidamos con él en que de tanto escuchar algunos se debilitan, como si hubiera un cupo máximo de resistencia, y en que tal vez, por eso, algunas sorderas sean inasequibles a las explicaciones científicas, sin que corresponda a los médicos diagnosticar intoxicaciones de palabras. Atentos.