Hace unos cuantos días, en uno de esos concursos de televisión en el que a la gente le dan dinero por responder simplezas cuya ignorancia avergonzaría a un niño de diez años, le preguntaron a un joven –treinta años tendría, quizá menos– cuál había sido, en su opinión, el mejor presidente de la historia de la actual democracia española.
Respondió, después de pensarlo un rato, que Adolfo Suárez. Me sorprendió, porque estaba claro que cuando Suárez dejó de ser presidente (1981) él no había nacido siquiera, pero en realidad eso da lo mismo porque cualquier respuesta de las siete posibles (Suárez, Calvo-Sotelo, González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Sánchez) habría sido correcta: lo que se le pedía al muchacho era una opinión personal, no la fecha de una batalla ni cualquier dato objetivo. Y la opinión, por lo menos de momento, es libre.
Pero me pregunto cuántos de nosotros, de los ciudadanos españoles de hoy, habríamos respondido a esa pregunta con el nombre de Leopoldo Calvo-Sotelo. Es más: me gustaría saber cuántos españoles con uso de razón recuerdan hoy que aquel hombre, que falleció en 2008, fue presidente del Gobierno. Y por qué. Y cómo lo fue. Y qué hizo.
He tenido el inmenso privilegio de conocer a parte de su familia. Gracias a mi amigo y compañero de oficio Hernando Calleja he compartido una comida inolvidable, que se celebró en la casa familiar de Somosaguas, con la esposa del presidente, Pilar Ibáñez, y con cuatro de los ocho hijos del matrimonio: Leopoldo, Pilar, Pedro y Víctor, y los cito –como en el teatro– por riguroso orden de aparición. También estaba una de las nietas. Disfruté como muy pocas veces, como ya es difícil disfrutar con nadie, porque todos son hijos de su padre; quiero decir con esto que, siendo tan diferentes entre sí, todos son enormemente cultos, preparados y sobre todo respetuosos con los demás. Saben escuchar. No interrumpen nunca a quien está hablando. No gritan. No se sienten en posesión de la verdad. Exponen sus ideas con mesura y reflexión. Y todos, hasta donde yo pude ver, han heredado de su padre un espléndido sentido del humor.
Pilar, la abuela, que compartió con el presidente 54 años de matrimonio, me sorprendió cuando me dijo, con una sonrisa de pena: “Ya nadie habla de él. Es como si le hubieran olvidado”. Yo recordé inmediatamente a Giovanni Battista Montini, el papa Pablo VI, a mi juicio uno de los pontífices más importantes de los últimos doscientos años pero a quien los propios italianos llaman il papa dimenticato, el Papa olvidado, porque le tocó gobernar la Iglesia en un tiempo dificilísimo y entre dos colosos como fueron Juan XXIII y Juan Pablo II (sí, ya sé que hubo también un Juan Pablo I, pero duró un mes).
Calvo-Sotelo juró su cargo de presidente tras un golpe de Estado de verdad, con tiros en el hemiciclo y tanques en las calles
La historia, que maneja tiempos muy largos, pondrá a cada cual en su sitio. Hoy convendría recordar que aquel hombre alto, aparentemente serio y de asombrosa formación política y humana, que había sido cuatro veces ministro y una vicepresidente, llegó a la jefatura del Gobierno inmediatamente después de un golpe de Estado. No de una pajaritada 'puigdemóntica', no después de la proclamación de una república de papel pintado y tuits y sueños colectivos de amor adolescente y payasadas rufianescas en el Congreso; no después de un pacto de funambulistas entre partidos aparentemente inconciliables. Calvo-Sotelo juró su cargo de presidente tras un golpe de Estado de verdad, con tiros en el hemiciclo y tanques en las calles. Fue el 23-F, la agresión más grave que ha sufrido la democracia en España desde la sublevación de Franco.
Poca gente recuerda hoy que aquel hombre conservador, pero demócrata a machamartillo, fue quien decidió que el Gobierno recurriese la sentencia del juicio militar que siguió al golpe fracasado. Calvo-Sotelo pensaba que la última palabra sobre una agresión directa al Estado de Derecho no la podía decir la Justicia militar: tenía que ser el poder civil quien cerrase el asunto. Y recurrió la sentencia. Desafió a los militares, que en aquella época estaban como tigres. Se la jugó como muy pocos políticos antes o después. Tomó una decisión de dimensiones sin la menor duda históricas. Y ganó. La democracia española dejó de ser, de una vez y para siempre, una enfermita tutelada por aquel ejército que, en el fondo y en la forma, seguía siendo franquista.
Poca gente recuerda hoy que fue Calvo-Sotelo (¡y no Felipe González!) quien firmó la entrada de España en la OTAN, lo cual fue el paso decisivo para que nuestras Fuerzas Armadas saliesen de una vez del siglo XIX –un ejército ocupante de su propio país– y entrasen en el XXI. Aquella decisión, muy discutida al principio por la izquierda, eliminó para siempre el famoso “ruido de sables” y el riesgo de una nueva intentona militar.
Prácticamente hubo que sujetar por los brazos al presidente para evitar que asistiese a todos y cada uno de los funerales de aquellos asesinados
Poca gente recuerda hoy que, cuando Calvo-Sotelo y su gobierno apenas habían tenido tiempo de sentarse y aprender dónde estaban los cajones de sus mesas, reventó en España una de las tragedias más atroces –por lo que tuvo de criminal– que hemos vivido en siglo y medio: la del aceite de colza. El presidente y su gobierno tuvieron que enfrentarse a una pesadilla muy distinta de la que provoca un virus que hoy mata a un anciano en Vizcaya y mañana a otro en Valencia y pasado a otra señora en Madrid y luego ya veremos, aunque estamos todos con el alma en vilo. Aquello fue una debacle que afectó a más de 20.000 personas y que segó la vida de unas 1.100. Moría gente todos los días. Todos los días. El gobierno hizo lo que pudo, unas veces mejor y otras peor. Pero con eso le tocó lidiar, no con el virus de los chinos.
Lo mismo que con ETA. Poca gente recuerda hoy, repito, que la mafia vasca asesinó a 71 personas, que se dice pronto, durante los 22 meses en que Calvo-Sotelo permaneció en la Moncloa. Y que prácticamente hubo que sujetar por los brazos al presidente para evitar que asistiese a todos y cada uno de los funerales de aquellos asesinados, porque con ello, además de arrostrar tormentas de insultos que no le correspondían, el que se jugaba la vida era él.
Ley del divorcio
Poca gente recuerda hoy que fue el gobierno de Calvo-Sotelo, el católico y conservador Calvo-Sotelo (en su casa se sigue respetando la vigilia de los viernes), el que aprobó la ley del divorcio, que hoy sonará a la gente a algo más o menos tan antiguo como las coplas de Jorge Manrique, pero que estaba sin aprobar; y el presidente y su gobierno entendieron que no se podía imponer un precepto religioso –la indisolubilidad del matrimonio– como ley a todo el mundo, fuese creyente o no lo fuese. Y así se hizo. A Leopoldo le pusieron los ultras de chupa de dómine (128 votos en contra en el Congreso), y nunca mejor dicho, pero así se hizo.
O que fue él, Calvo-Sotelo, quien eliminó el aguilucho franquista de la bandera nacional. O que fue él quien firmó un gran acuerdo para el empleo con las centrales sindicales. O que fue él quien desbrozó lo más largo y áspero del camino para que luego su cuñado, Fernando Morán, y Felipe González firmasen la entrada de España en lo que hoy es la Unión Europea. O que fue su gobierno quien desmanteló la última conspiración militar de nuestra historia, el golpe preparado para el 27 de octubre de 1982, víspera de las elecciones generales. O que fue él quien, aun en los peores momentos (y los hubo terribles), mantuvo un contacto personal y constante, nunca interrumpido, con el líder de la oposición, González, algo que no había ocurrido nunca antes y que no ha vuelto a suceder después. Porque ambos eran hombres de Estado. Mucho más que de partido.
La desaparición de la UCD
Calvo-Sotelo dejó la presidencia tras la implosión de su partido, la UCD, que se había convertido en un serpentario (lo cuenta en sus memorias políticas, en mi opinión las más brillantes jamás escritas en España, porque hay que ver cómo escribía aquel hombre), y tras el arrollador triunfo socialista en los comicios de 1982. El partido del presidente pasó de 168 diputados a once, lo cual convierte cualquier otra catástrofe electoral de cualquier partido en la democracia española, incluido Ciudadanos, en un catarrito con algo de tos.
Cuando hoy repite todo el mundo que los políticos españoles (así, en general, como si fuesen todos iguales) no tienen ni la altura ni la formación ni el sentido de Estado de los de hace una o dos generaciones, yo pienso inmediatamente en Leopoldo Calvo-Sotelo. Y, como es natural, tengo que estar de acuerdo.
Si algún día, por la calle, me pregunta algún chaval con micrófono cuál creo yo que ha sido el mejor presidente de nuestra democracia, me pondrá en un verdadero aprieto. Porque Leopoldo, el presidente “olvidado”, sin duda fue quien más hizo en menos tiempo y con más dificultades.
Hay mucha gente, mucha, que tiene mucho que aprender de aquel hombre.