Los delincuentes con ideología llegan pronto al prestigio mediático. Bastaba que aquellos etarras se pusieran la capucha y dijeran cualquier estupidez para que las teles los sacaran en todos los telediarios y los analistas revolviesen sus declaraciones como testimonios de alta política. No hacía falta que compraran anuncios: la propaganda se daba por regalada desde el principio. Bastaba, en fin, un asesinato de nada para estar tres días seguidos en boca de los locutores y para que se analizara sesudamente el correspondiente comunicado terrorista, que por lo general no aguantaba un comentario de texto en Bachillerato. El derecho a la información, como dicen, lo justificaba todo, incluida esa sustitución de los daños anatómicos por una serie de abrumadoras sesiones en que la compasión aparecía en su más bochornosa obscenidad. Sigue en ello la prensa sin hacer caso a Arcadi Espada cuando decía en Periodismo práctico: “Los atentados terroristas han de ser evaluados solo por lo que son. Brazos, bazos, páncreas, pulmón. Jamás por lo que representan”.
A los delincuentes les encanta ponerse nombres de guerra, sobre todo porque saben que los medios los aceptarán de inmediato, y que tal aceptación es certificado de amparo ontológico. Unos sedicentes (con la lengua hay que ser a veces aristocrático; un periodista preferiría autodenominados, con ese prefijo griego de clase baja), unos sedicentes Comités para la Defensa de la República son ya una institución que sale incluso en los papeles con sus siglas y todo.
Ahora responden a las expectativas: violencia y delincuencia callejera, que los medios están encantados de transmitir a cualquier hora como si todo lo que pasara en aquella parte de España fuese cosa suya. Cada segundo de hoguera televisada es un paso más para la identificación de Cataluña con los Països Catalans, es decir, para la aceptación y difusión de la supremacía de unos delincuentes sobre la vida de al menos la otra mitad de la población que habita allí conforme a las leyes. Todos esos charnegos de mierda. Cada segundo de hoguera televisada vale tanto como todos los libros falsificados de un curso académico catalán. Esas hogueras así aureoladas constituyen la aceptación a trámite de los argumentos de los energúmenos. No sé por qué en democracia hay esa penitencia mediática de dar altavoz al delincuente ideológico. Si yo fuera violador reclamaría los mismos derechos.
¿Qué tele puede aguantar diez minutos seguidos sacando a gente catalana no supremacista, que describa el ambiente asfixiante del nacionalismo y destaque la criminalidad esencial de su sola existencia?
Ah, claro, pero la delincuencia es noticia inmediata cuando detrás hay una ambición política que pretende una ruptura constitucional. Eso no es moco de pavo, amigos, ni tiene comparación posible con lo que digan o hagan los otros, envueltos en una normalidad incompatible con el periodismo. Estamos a lo que estamos, y ya sabemos que la libertad de información no puede pararse a pensar en daños colaterales. El foco está allí en estos momentos y, en fin, el reportero debe dar cuenta de ello. No se va a estropear la ocasión por evitar una propaganda de segunda mano o prestar un micrófono gratuito a los malhechores. Y mucho menos renunciar a la exaltación periodística para dar cobertura mayor, o siquiera igual, a quienes están del lado aburrido del Estado de derecho.
¿Qué tele puede aguantar diez minutos seguidos sacando a gente catalana no supremacista, que describa el ambiente asfixiante del nacionalismo y destaque la criminalidad esencial de su sola existencia? Quien más quien menos no podría evitar que la palabra facha se asomara a sus labios, con ese empaque y esa autoridad que siempre otorga pronunciar, cuando menos autorizado se está para ello, semejante salvoconducto moral.
Guardiola y Xavi, esos ejemplos de la vergüenza
Y luego están los famosos, las élites, que caen también del mismo lado. A un Xavi o a un Guardiola, de la cosa del fútbol, se les ha sacado hasta en el Promotor para oír su vergüenza, qué vergüenza, por una sentencia que encima ha tratado a los suyos como niños ilusionados y fantasiosos. Pero no se pone nunca de seguido, y con el mismo tiempo, la opinión autorizada de quien desmonte los argumentos chabacanos de ese par de chicos ricos y sentimentales, cuya opinión, más allá de un fuera de juego, no le importa nada a nadie.
Detrás de cada alusión a la barbarie xenófoba catalana debería aparecer una noticia, un testimonio de esa otra Cataluña abierta y civil, y más numerosa aún, que quiere vivir igual de bien que cuando a todos esos majaderos se les tenía sin más por lo que eran, y que hacía que cualquiera fuera allí y se sintiera en casa. A los medios se les confiere la alta atribución de la selección y la jerarquía informativa, pero deben hacerla con honestidad y, cuando toca, reconociendo que no vale lo mismo (no merece tanto espacio) el delincuente que el buen ciudadano. Y su labor ahora, como la de todos, es estar del lado de los buenos, si es que queda por ahí una mínima capacidad cognitiva para distinguirlos.