Basta seguir un poco las vicisitudes de las anunciadas conversaciones entre el Gobierno y ERC para percibir que el tema de la situación penal de Junqueras y sus acompañantes planea sobre el idilio como impedimento dirimente. Se oye que la solución más “limpia” sería reformar el Código Penal para que, modificando el delito de sedición, la retroactividad favorable le pusiera en libertad. En ese ambiente se produjo el anuncio gubernamental de que estaba en proceso de estudio esa reforma, que podría presentarse como Proyecto de Ley o como Proposición de Ley, si en lugar de partir del Gobierno parte del Grupo parlamentario socialista, lo que daría mayor rapidez a la tramitación de la Ley, apreciación demasiado optimista.
Paralelamente se ha desatado una oleada de críticas basadas en el mismo argumento: que el Gobierno reforma el Código Penal para conseguir, por la vía de la retroactividad de la ley penal más favorable, un efecto análogo al del indulto, consiguiendo la excarcelación de los condenados el 14-O sin necesidad de acudir al derecho de gracia, vía que podría ser más “escandalosa”. Al margen de eso, se han prodigado las declaraciones absurdas en relación con lo que significa el indulto y se ha dicho, por unos, que es una bofetada al Tribunal que juzgó y a los españoles constitucionalistas, y, por otros, que es una humillación obligar a los condenados a pedir perdón por hechos de los que no se arrepienten.
Absurdas ambas posturas, pues el indulto no es un acto de bondad, sino de racionalización de la respuesta penal en casos en los que el rigor de la ley conduzca a consecuencias inevitables pero excesivas, y, por ser ese su sentido no está condicionado a la petición del interesado, pues lo puede pedir otro, incluyendo al propio Tribunal que lo condena, y no puede ser rechazado. Cuestión diferente es que, en lo que se refiere al conflicto independentista, presenta específicos obstáculos que se cruzan en las pretensiones de algunos, como es la imposibilidad de indultar antes de ser juzgado o de que el indulto alcance a la inhabilitación para cargos públicos.
La disfuncionalidad alcanza a un grupo muy amplio de delitos: rebelión, sedición, desobediencia, desórdenes, atentados, lo que da lugar a incriminaciones excesivas
La reforma del Código Penal puede hacerse, claro está, y en España tenemos experiencia pues, de promedio, cae una por año. Pero en esta ocasión las cosas son más complicadas. Es cierto que, mucho antes de que se dictara la sentencia del TS de 14 de octubre abundaron declaraciones de personalidades y de colectivos reclamando, concretamente, una reforma de la regulación de los delitos de rebelión y sedición, y no solo por la dureza de las penas, sino, en general, por la vetustez de los planteamientos de los que parten. En los medios académicos la opinión, en esa dirección, era unánime.
Tan es así que el Grupo de Estudios de Política Criminal, organización integrada por profesores, magistrados y fiscales, lleva tiempo elaborando una propuesta de reforma que alcanza a la totalidad de los delitos contra la Constitución y el orden público, subrayando que el primer error es reducir la crítica a la pena de la rebelión y la sedición, pues la disfuncionalidad alcanza a un grupo muy amplio de delitos: rebelión, sedición, desobediencia, desórdenes, atentados, lo que da lugar a incriminaciones excesivas, a la vez que quedan en la penumbra actos que no deben ser tolerados por la deslealtad institucional y el daño que causan a la ciudadanía y a la vida en común.
Así, de entrada, surge un primer problema: no es posible entrar en la modificación de la sedición, que puede comportar incluso la desaparición del nombre, sin reformular todo el conjunto, pues los Códigos penales no son “listas de leyes” –si así fuera serían una recopilación y no una ley única– a fin de que tenga una coherencia interior y unas escalas de gravedad, que vaya desde la desobediencia grave hasta la forma mayor de deslealtad constitucional -que en algunos Códigos europeos, que no conocen ni la rebelión ni la sedición, se denomina alta traición- tanto en las penas de privación de libertad como en las privativas de derechos (las inhabilitaciones), y, a su vez, esas infracciones han de ser cohonestadas con otras situadas en otros lugares del Código, a fin de que no se produzcan ni desequilibrios ni absurdos comparativos, como sería, por ejemplo, que coaccionar gravemente a una población o parte de ella como “protesta” resultara mucho menos grave que coaccionar a una sola persona, y podría seguir con los ejemplos.
Si lo que hoy puede ser sedición pasara a ser otra cosa menos grave, debería descender la pena de inhabilitación, y, correlativamente, también en todas las otras figuras
Acabo de mencionar a las penas de inhabilitación, y, si recordamos que los condenados en la sentencia de 14-10-2019 lo están también a esa pena, habrá que concluir que una reforma del CP que pudiera resolver totalmente su situación tendría que alcanzar también a ese aspecto. Al margen de la no sencilla, pero factible, modificación de los delitos del grupo, y no solo de la sedición, además habría que modificar las penas accesorias de inhabilitación, acompasándolas con los respectivos delitos del grupo. Si lo que hoy puede ser sedición pasara a ser otra cosa menos grave, debería descender la pena de inhabilitación, y, correlativamente, también en todas las otras figuras. Eso exige una reflexión profunda, pues los argumentos en contra de las penas de prisión, muy atendibles, no tienen nada que ver con las razones que justifican la prohibición de retorno a las actividades parlamentarias o en la Administración pública.
Una cadena de corruptos
La sentencia del Supremo consideró que la malversación era sólo medio para cometer el delito de sedición, pero una reforma profunda de la sedición, o su supresión, llevaría a la malversación al primer plano, y generaría una específica dificultad para determinar el efecto de la retroactividad favorable. Evidentemente la pena impuesta por ese delito subsistiría, y, aunque la malversación necesita una gran revisión, especialmente desde que fue desfigurado en la Reforma penal de 2015, difícilmente consiente una reforma que beneficiaría a una oleada de personajes corruptos, condenados precisamente por malversación. Lo sucedido con el dinero en el procés puede no tener aroma de corrupción, pero es uso ilegal de fondos públicos, lo cual, a partir de los 250.000 euros, conlleva un mínimo de seis años de prisión y una inhabilitación que puede llegar a los diez años. Modificar ese panorama es posible, pero no es fácil, pues además se tendría que hacer guardando proporciones con otros delitos relativos a la función pública.
No acaban ahí los problemas. Si se abre el melón de la reforma del Código deberá entrarse también en el complicado y anunciado tema de los delitos contra la libertad sexual, y no solo en eso, sino también en otras promesas, como, por ejemplo, la supresión de la pena de prisión permanente revisable, lo que no se puede llevar a cabo diciendo simplemente que queda suprimida. Y no terminan ahí los problemas, pues subsiste un debate enconado en relación con temas como el aborto, y, dentro de él, el consentimiento de los padres para que pueda producirse el de una menor de edad (requisito que ha provocado un retorno de los abortos clandestinos). Otro tanto puede decirse de la eutanasia, en relación con la cual cabe recordar una propuesta de Ley del PSOE de 2018 que, además de proclamarla como derecho, comportaba la modificación del art.143 del Código Penal que castiga a las personas que ayuden a otras a acabar con su vida.
Tocar el edificio legal
Podría seguir con promesas que afectan a las leyes penales, sin olvidar que una reforma del Código Penal tendrá condición de Ley Orgánica, lo cual requiere de la mayoría absoluta, y los que hayan de votar a favor de ella también querrán opinar sobre lo que falta o lo que sobra en el Código Penal. La idea de llevar adelante una reforma que exclusivamente alcance al delito de sedición y poco más, es, cuando menos, de difícil puesta en práctica sin contar con mayoría absoluta. Pero es que, además, el edificio legal no puede tocarse retirando unos ladrillos y sustituyéndolos por otros y que el resto siga igual, pues eso, habitual en España, suele conducir a la irracionalidad y a consecuencias indeseadas.
En ese panorama no habría de extrañar que reapareciera el tema del indulto, con sus específicas dificultades. Pero esa es una historia que dejaré para mejor ocasión.